Me entero de la muerte de Gabo a través de la radio. Una cosa rarísima. Enterarse del mundo a estas alturas del 4G a través de la radio. Me encontraba en Playa Blanca, Barú, uno de esos paraísos (todavía) donde el único servicio público es el mar. En una isla sin agua potable, sin electricidad, con poquísima señal de celular y ninguna de internet, la noticia de la muerte de Gabo me encontró a través del único medio disponible: La radio.
Salía
de Playa Blanca en el carro de una de mis mejores amigas, un vehículo en el que
nunca se enciende la radio, pues el aparato sólo se usa para reproducir música
desde una memoria USB. Nos disponíamos a regresar a Cartagena luego de dos días
en la isla, cuando tras discutir un poco acerca de su selección musical, le
pedí a mi amiga que mejor sintonizara la radio. Buscamos la señal de Radiónica
y ahí estaba Tato Cepeda, leyendo un fragmento de Cien años de Soledad. Inicialmente
pensé que se trataba de algún especial acerca de la obra, como varios que se
habían hecho por esas fechas, desde el reciente cumpleaños del autor. Sin
embargo, al terminar el fragmento, Tato lamentó la muerte de Gabo, que acababa
de ocurrí ese 17 de abril, a las dos de la tarde de un jueves santo, en Ciudad
de México.
Los puñetazos
de peso pesado que propinaba el sol se ensombrecieron ante la gran tristeza y
el desamparo que me produjo la noticia. Mientras estaba en una isla,
desconectado del mundo, el mundo se había quedado sin uno de sus más grandes
escritores, mi favorito. Me sentí como un astronauta que luego de varios meses
en el espacio, totalmente desconectado de noticias, volvería a la Tierra para
encontrarse con un planeta totalmente distinto, la Tierra in Gabo.
Tendría
15 años cuando empecé a leer al Nobel. “El Coronel no tiene quien le escriba”
fue nuestro primer acercamiento. Leer el último renglón de su última página, tan
literalmente visceral, fue el knock out
metafísico que marcó un antes y un después en mi vida, pasar de la edad de la
inocencia al uso de razón literario.
Gabo
fue mi primera compañía literaria de verdad, mi maestro de lectura y escritura.
Después de El Coronel no pude parar
hasta leer el último de sus títulos. Su relación de orfebre con la palabra, su
relación de sastre con la palabra, su majestuosa carpintería con la palabra, sembraron
en mí las ganas de incursionar también en esa venerable labor de artesanía.
Gabo
será mi compañía literaria siempre. Gran parte de la manera en la que me aproximo
al mundo para luego traducirlo en palabras se la debo a sus libros. Esta
costumbre de tratar de fijarme en todo con asombro, de desear un registro de
los pequeños detalles como grandes experiencias estéticas, esa noble manía de exagerar
un poco la realidad para subirla al peldaño de la poesía, se la debo a la
lectura de sus 11 novelas y 38 cuentos publicados; una pócima con el efecto,
inevitable e incurable, de hacer del lector un admirador del mundo con invariables
ojos de enamorado.
Haber
nacido en Cartagena, vivir en Cartagena, nunca fue lo mismo luego de leer El
amor en los tiempos del cólera o Del amor y otros demonios. Cómo no desarrollar
una relación más sensible con la historia humana y monumental de la tan llamada
Heroica, luego de visitarla en las páginas de mis libros favoritos. Cartagena
se me transformó entonces de hermosa y problemática, a hermosa, problemática y
mitológica por cuenta del artista que mejor pudiera inmortalizarla.
En este
oficio de escribir en el que uno mismo escoge sus padres literarios, yo tuve la
suerte de encontrar uno muy cercano, nacido en el Caribe colombiano como yo,
con una infancia bajo el sol y bordeada por el mar como la mía, llena de historias
de abuelos rurales como la mía, en últimas, tan costeño como yo y con una
manera de escribir y de relacionarse con sus lectores tan amorosa, que antes de
tener cédula de ciudadanía, me convencieron de que algún día yo podría ser tan
genial como él.
Ahora
son 24 veces 60 minutos desde la noticia de su partida. Un tiempo que me ha
servido para, en medio de la tristeza y el desamparo inicial, darme cuenta de
una gran fortuna, las paternidades literarias no admiten orfandad. Los de mayor
estatura en el arte de la palabra, a pesar de la muerte, no abandonan a sus
hijos, simplemente los delegan a la custodia de sus obras. Y qué buena fortuna,
otra vez, que se trate de una obra que no caducará jamás. Quienes compartimos el
cariño filial por el fundador de Macondo tenemos entonces una garantía: La
Tierra sin Gabo no será un lugar demasiado solitario, pues en ella permanecerá el
legado multidisciplinar de un hombre que desde ayer empezó a hacerse vivo entre
los inolvidables.
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