viernes, 18 de abril de 2014

La Tierra sin Gabo


Por: Juan de Dios Sánchez Jurado

    Me entero de la muerte de Gabo a través de la radio. Una cosa rarísima. Enterarse del mundo a estas alturas del 4G a través de la radio. Me encontraba en Playa Blanca, Barú, uno de esos paraísos (todavía) donde el único servicio público es el mar. En una isla sin agua potable, sin electricidad, con poquísima señal de celular y ninguna de internet, la noticia de la muerte de Gabo me encontró a través del único medio disponible: La radio. 

Salía de Playa Blanca en el carro de una de mis mejores amigas, un vehículo en el que nunca se enciende la radio, pues el aparato sólo se usa para reproducir música desde una memoria USB. Nos disponíamos a regresar a Cartagena luego de dos días en la isla, cuando tras discutir un poco acerca de su selección musical, le pedí a mi amiga que mejor sintonizara la radio. Buscamos la señal de Radiónica y ahí estaba Tato Cepeda, leyendo un fragmento de Cien años de Soledad. Inicialmente pensé que se trataba de algún especial acerca de la obra, como varios que se habían hecho por esas fechas, desde el reciente cumpleaños del autor. Sin embargo, al terminar el fragmento, Tato lamentó la muerte de Gabo, que acababa de ocurrí ese 17 de abril, a las dos de la tarde de un jueves santo, en Ciudad de México. 

Los puñetazos de peso pesado que propinaba el sol se ensombrecieron ante la gran tristeza y el desamparo que me produjo la noticia. Mientras estaba en una isla, desconectado del mundo, el mundo se había quedado sin uno de sus más grandes escritores, mi favorito. Me sentí como un astronauta que luego de varios meses en el espacio, totalmente desconectado de noticias, volvería a la Tierra para encontrarse con un planeta totalmente distinto, la Tierra in Gabo.

Tendría 15 años cuando empecé a leer al Nobel. “El Coronel no tiene quien le escriba” fue nuestro primer acercamiento. Leer el último renglón de su última página, tan literalmente visceral, fue el knock out metafísico que marcó un antes y un después en mi vida, pasar de la edad de la inocencia al uso de razón literario.

Gabo fue mi primera compañía literaria de verdad, mi maestro de lectura y escritura. Después de El Coronel no pude parar hasta leer el último de sus títulos. Su relación de orfebre con la palabra, su relación de sastre con la palabra, su majestuosa carpintería con la palabra, sembraron en mí las ganas de incursionar también en esa venerable labor de artesanía.

Gabo será mi compañía literaria siempre. Gran parte de la manera en la que me aproximo al mundo para luego traducirlo en palabras se la debo a sus libros. Esta costumbre de tratar de fijarme en todo con asombro, de desear un registro de los pequeños detalles como grandes experiencias estéticas, esa noble manía de exagerar un poco la realidad para subirla al peldaño de la poesía, se la debo a la lectura de sus 11 novelas y 38 cuentos publicados; una pócima con el efecto, inevitable e incurable, de hacer del lector un admirador del mundo con invariables ojos de enamorado.

Haber nacido en Cartagena, vivir en Cartagena, nunca fue lo mismo luego de leer El amor en los tiempos del cólera o Del amor y otros demonios. Cómo no desarrollar una relación más sensible con la historia humana y monumental de la tan llamada Heroica, luego de visitarla en las páginas de mis libros favoritos. Cartagena se me transformó entonces de hermosa y problemática, a hermosa, problemática y mitológica por cuenta del artista que mejor pudiera inmortalizarla.

En este oficio de escribir en el que uno mismo escoge sus padres literarios, yo tuve la suerte de encontrar uno muy cercano, nacido en el Caribe colombiano como yo, con una infancia bajo el sol y bordeada por el mar como la mía, llena de historias de abuelos rurales como la mía, en últimas, tan costeño como yo y con una manera de escribir y de relacionarse con sus lectores tan amorosa, que antes de tener cédula de ciudadanía, me convencieron de que algún día yo podría ser tan genial como él.

Ahora son 24 veces 60 minutos desde la noticia de su partida. Un tiempo que me ha servido para, en medio de la tristeza y el desamparo inicial, darme cuenta de una gran fortuna, las paternidades literarias no admiten orfandad. Los de mayor estatura en el arte de la palabra, a pesar de la muerte, no abandonan a sus hijos, simplemente los delegan a la custodia de sus obras. Y qué buena fortuna, otra vez, que se trate de una obra que no caducará jamás. Quienes compartimos el cariño filial por el fundador de Macondo tenemos entonces una garantía: La Tierra sin Gabo no será un lugar demasiado solitario, pues en ella permanecerá el legado multidisciplinar de un hombre que desde ayer empezó a hacerse vivo entre los inolvidables.

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