miércoles, 27 de enero de 2016

La Plaza de la Trinidad: El Jardín de las Delicias*

Nos fuimos un sábado en la noche hasta la Plaza de la Trinidad, para averiguar cómo se ha transformado este espacio, desde que Getsemaní pasara de arrabal a nuevo It place de la movida turística, rumbera y cultural de Cartagena.


TEXTO / JUAN DE DIOS SÁNCHEZ JURADO 
FOTOS / RAÚL PADRÓN VILLAFAÑE /



Con la transformación de Getsemaní de arrabal a nuevo It place de la movida turística, rumbera y cultural de Cartagena, el corazón de este barrio, La Plaza de la Trinidad, hoy dista mucho de su otrora rutina de vecindario original del Caribe Colombiano. Me voy un sábado en la noche hasta allí, para averiguar en qué consiste la nueva dinámica de este espacio.

Doble vida

Para llegar a la Plaza de la Trinidad tomo la Calle del Guerrero. Lo que observo a lo largo de esta vía me indica la doble vida que actualmente ocurre en Getsemaní: Comercial y residencial, lujosa y deteriorada, foránea y raizal. El número de avisos de restaurantes, hoteles, hostales y alquileres de habitación, compite con el de los que anuncian la venta de inmuebles. Las casas desocupadas y algunas de las aún habitadas por getsemanisenses coquetean con la ruina; las restauradas y adaptadas como negocio conservan el look vintage que las hace tan atractivas. El proceso de sustitución social es innegable. Basta fijarse en Havana Club y su entorno de Jet Set. El cover supera el precio de cinco cervezas en la tienda de en frente. Sus ventanas tapiadas envían un mensaje: Lo que sucede adentro es exclusivamente para quienes puedan pagarlo. Al parecer se quedarán en Getsemaní sólo quienes le den la talla al nuevo estrato.

Finalizando la Guerrero, me detengo en una casa que parece un anticuario. A través de sus dos ventanales observo gran cantidad de adornos que lucen como si acumularan el polvo de varios siglos. Las paredes están llenas de espejos y relojes de distintas épocas, cada uno detenido en una hora distinta. A medida que me acerco a la Plaza de la Trinidad me sobrecoge una idea: Getsemaní no necesita relojes que anuncien sus horas; sus años de tradición, origen esclavo y generaciones raizales, han transcurrido en una especie de pasado perpetuo, un pasado que ahora pugna por sobrevivir y no dejarse desplazar por el presente de candilejas.

El Jardín de las Delicias

Llegando a la Plaza un golpe de música salsa cuya fuente no identifico me da la bienvenida. El humo de los chorizos asándose bajo la luz amarilla de un poste domina el ambiente. El lugar se me antoja sobrepoblado, invadido. El fondo de la escena es la fachada de la Iglesia de la Trinidad, con su gran puerta verde cerrada a las 10:00 p.m. Un sinnúmero de personas de distintas razas, acentos e idiomas, departen, deambulan, juegan, fuman, o toman licor. En el espacio que aún no ha sido ocupado por carritos de comida rápida se ubican ventorrillos de mochileros. Todo luce como una especie de caos premeditado que, por un momento, me recuerda al cuadro El jardín de las delicias de El Bosco.

Tomo asiento en los últimos centímetros disponibles en la larga banca de cemento que cierra el círculo de la plaza. Dentro, un hombre que parece sacado de la audiencia de Woodstock del 69 hace malabares con una rueda sobre la punta del pie. A su alrededor, cinco niños juegan un fútbol sin arquerías. Junto a ellos, en el suelo, un grupo de tres parejas de mochileros, cuya ropa luce como si no hubiera conocido agua y jabón en meses, comparte botellas de cerveza. Supuestamente está prohibido ingerir licor dentro de la Plaza. Una pareja de mediana edad, vestida de diseñador, bordea la banca antes de ingresar al bar Demente. De este último escapan beats de electrónica, que tímidamente compiten con el alto parlante de la salsa cuya fuente aún no identifico. En la entrada del bar, dos de sus clientes balancean en una mecedora de madera sus Gintonics de treinta mil pesos. Me pregunto si la moda y el pueblo en La Trinidad conviven o están a la espera de ver quién expulsa al otro primero.

"Todo luce como una especie de caos premeditado que recuerda al cuadro El jardín de las delicias de El Bosco". 

Creo que si el paso hacia la plaza estuviera aún vedado por la fama de mala muerte de la que gozaba la Calle de La Media Luna, en este momento no estarían aquí ni la mitad de las personas que disponen con propiedad del espacio. Lo que ocurre a esta hora confundiría a cualquiera que se abstrajera un poco del ambiente festivo. Extranjeros, vecinos de Getsemaní y cartageneros que no viven en el barrio, coinciden en una cebolla de gente en la que cada capa corresponde a un origen distinto. Si uno cerrara los ojos y se dedicara solamente a escuchar, quizá identificaría en la simultaneidad de acentos e idiomas un papiamento.

Junto a la puerta de Demente hay un hombre tumbado en el andén. Duerme a pesar del ruido y el vaivén de transeúntes y vendedores. Una botella de aguardiente reposa vacía entre sus pies. Si fuera 31 de diciembre, por la edad y trajín de su pinta, cualquiera lo confundiría con un muñeco de año viejo. Uno de los vendedores de comida rápida se fija en él, se ríe y le dibuja una cruz en el aire. Las vendedoras de frito se dan cuenta de aquella bendición y se divierten. Anoto esta pincelada de humor sobre la adversidad ajena, como algo muy costeño, como parte del Getsemaní que aún es Getsemaní.

United colors of Benetton

A las 10:40 p.m. el número de personas en la plaza parece haberse duplicado. Sólo encima del atrio de la iglesia hay unos cincuenta personajes variopintos. Me atrevo a decir que ninguno supera los treinta años de edad. Algunos comen comida rápida y de vez en cuando ahuyentan o lanzan sobras a los cinco perros callejeros que velan sus alimentos. Otros siguen con las cervezas o bebidas más fuertes. En el centro de la plaza varios niños juegan a perseguirse y otros dibujan en el suelo con tizas. La estatua de Pedro Romero, con  el puño en el aire y la boca inmortalizada en el rictus de un grito, seguida por la del monje y el tamborilero, no parecen estorbarle a nadie.

Un hombre con el centro de la cabeza rapada, unos zapatos reducidos a suela y cordones, apenas envuelto en un calzoncillo de trapo, escapa de los ladridos de los perros que descuidan la vigilancia de las sobras para enredarse entre sus pies. Él intenta espantarlos con su costal. A los ladridos de los perros se unen las rechiflas de los vendedores de comida rápida, que gritan burlas acerca de la orientación sexual del tipo, hasta que desaparece rumbo a la Calle del Carretero. El escándalo ocurre muy cerca del hombre dormido en el andén. Ha cambiado levemente su posición recostándose hacia un lado. Celebro que en realidad no estuviera muerto. Una pareja sale de Demente y se detiene junto a él. Sus zapatos de marca casi lo tocan. Se fijan en un grafiti. Comentan algo en inglés, pero actúan como si no se percataran del que yace como un cadáver ante ellos. Lo dicho, en esta Plaza nadie parece estorbarle a nadie.  

“Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle".

En la banca, junto a mí, se ubican cuatro jóvenes que no superan los catorce años. Sus rasgos y acento me indican que son cartageneros. Llevan ropa deportiva que parece una talla más grande que la suya. Los acompaña un hombre en sus treintas, rubio, delgado, que fuma un cigarrillo. Observando algunas de sus poses, imagino que si Oliviero Toscani tomara una foto de este grupo, podría usarla como publicidad para Benetton. Me pregunto qué relación existirá entre estos muchachitos que quizá vivan en Getsemaní y el otro personaje que les habla muy de cerca en un castellano enrevesado. Escucho cuando el hombre le pregunta al que parece el menor de los muchachos: ¿Al fin me vas a hacer el favor? Después saca un billete y se lo entrega al más alto, que al rato regresa con cervezas para todos. El rubio se fija en el menor como si lo estudiara. Luego de tomarse las cervezas, tres de los muchachos se van con rumbo a la Calle de la Sierpe. El rubio y el más joven abandonan la plaza por la Calle del Guerrero. Intento no pensar mal, pero me queda la espina.

Es el tipo de cosas que me preocupan de Getsemaní, un sector tradicionalmente sumido en sus precariedades, de repente asaltado por una legión de viajeros que muchas veces llegan allí buscando soluciones a asuntos que en sus países de origen no podrían resolver legalmente. Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle. Me preocupa que los vecinos no estén preparados para negarse a muchas ofertas.

Cada quince minutos pasa una moto con dos policías. A juzgar por su velocidad, están buscando algo que se les perdió pero que no está en la plaza.

Luna de Getsemaní

A las 11:40 p.m. la luna es una enorme moneda de plata. Si cortaran la luz de las 8 pantallas amarillas que iluminan la plaza, aún tendríamos claridad suficiente para vernos las caras. La brisa le otorga un movimiento pendular a las ramas de las cinco palmeras que nos rodean. Es una noche fresca, sin embargo, la humedad hace que la frente de los concurridos brille bajo una delgada capa de sudor. Ya no hay niños jugando en la plaza. Los puestos de comida rápida siguen despachando como si fueran las siete de la noche. Cerca a la estatua de Pedro Romero se ha ubicado un improvisado bar de cocteles. Lo que el turista demanda, lo que el nativo ofrece. En Getsemaní, a la voz de licor barato, clientela asegurada; la mayoría de turistas que recibe, por lo general, escatima en todo para alargar sus estadías. Las canecas con el logo de un caballito de mar que cuelgan de los 4 postes alrededor de la plaza están al tope de latas de cerveza y desechables. A veces me pregunto qué es lo que más enamora de Cartagena a los que se quedan, la belleza de la ciudad o la fácil consecución de alcohol, drogas y sexo a bajo costo. 

La tienda en la esquina de la Calle Guerrero cierra sus puertas. Un perro da tres vueltas justo en el centro de la plaza antes de acomodarse para también dar por terminada su faena. Reposa la cabeza sobre uno de los partidos de triqui que dibujaron los niños. El sueño del perro me recuerda al del hombre del andén, me fijo en él, sigue exactamente en la posición de hace una hora. Un barrendero de overol verde manzana se ocupa de la basura alrededor del durmiente. Supongo que no despertará antes de que el sol le queme la cara. Me pregunto si algo del ambiente de la plaza se cuela en su subconsciente y si al gusto a alcohol barato con el que se levantará, se sumará la sensación de haber hablado en varios idiomas toda la noche.

Saludo a la bandera

A las 12 m. la banca poco a poco se ha ido despejando. Sólo quedan los mochileros, que se reparten cuadritos de papel blanco y se turnan para ir y venir rumbo a la Calle del Pozo. Los acompaña un grupo de raizales alrededor de un tablero de ajedrez. La vieja cuadrícula da la impresión de acumular las jugadas de un partido infinito, continuado por generaciones de getsemanisenses que se han ido relevando. Los jugadores combinan el movimiento de las fichas con pases al ritmo de la salsa cuyo origen no pude ubicar en toda la noche. Me pregunto si los días de ese largo partido de ajedrez estarán contados; la Plaza, con todas las dinámicas que actualmente alberga, cada día deja menos lugar a las estrategias de reinas y caballos.


Abandono la Trinidad por la misma calle que me trajo. En la reja de la ventana de una de las casas vacías y en venta, veo una bandera de Cartagena, rota y desteñida, que el viento mueve con cierta gracia. Pienso en las personas que vivieron en esa casa y que tal vez algún 11 de noviembre de hace años colgaron esa bandera allí. Me pregunto si son de aquellos a quienes la cotización de su barrio de nacimiento los obligó a largarse. Por donde lo mires, Getsemaní es como esa bandera, tenaz, colorido y a pesar de las grietas, resistiendo para no desaparecer ante su nueva naturaleza de lujo, aunque muy pronto la de Cartagena no sea la bandera de la mayoría de sus habitantes.


*Esta crónica fue publicada originalmente en la Edición N°7 de Cabeza de Gato, Especial Himnos Urbanos. 






4 comentarios:

  1. muy buena percepción de cosas que suceden y que uno se imagina que suceden aunque no las vea...yo disfruto la plaza en el sitio donde te sentaste o en demente (world music no electrónica) y en todos los sitios alrededor, porque puedo comer en el carrito rojo de tus fotos o en los restaurantes de jaromir...conozco a extranjeros y a muchos raizales, creo que lo importante es saber llegar y disfrutar sin calificaciones, de igual manera todo esto tiende a desaparecer y pronto veremos a japoneses, árabes y canadienses paseándose por esas calles creyéndo saber el significado del folclor y la cultura del sector donde compraron su décima mansión en el Caribe, pero les importará poco porque cuando ven basura se suben a un avión y revenden en el exterior su casa al mejor postro, como si estuvieran en la antigua Media Luna.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por leer! Tienes razón, lo importante es llegar allí y disfrutar del espacio, porque al final se puede compartir. Lo malo es ese tipo de personas que no llegan a compartir sino a desalojar, a aprovechar la necesidad de la gente para ofrecerles cualquier valor por la casa y adueñarse de ella para convertirla en algo que no tiene nada que ver con Cartagena. En estos días el tema de la Plaza ha estado candente, por el incidente que terminó en tragedia y la prohibición del alcalde de ingerir bebidas alcohólicas a raíz de las quejas de los getsemanisenses, quienes sienten que su espacio les está siendo arrebatado.

      Eliminar
  2. Muy interesante, tengo que volver un día de estos a ver como está eso por allá.

    ResponderEliminar