martes, 26 de agosto de 2014

Mis encuentros con Cortázar

Cortázar te encuentra cada vez que visitas uno de sus artefactos literarios. Dedicado a su memoria viva, hoy, a los cien años de su natalicio.

 

Por: Juan de Dios Sánchez Jurado

Yo a Cortázar no lo busqué, él me encontró cuando yo tenía 14 años y cursaba noveno grado en el colegio De la Salle. O, bueno, me encontró la “Señorita Cora”, cuento que leí cuando la profe de español pidió el análisis de alguno de los Dieciséis Cuentos Latinoamericanos. Elegí la “Señorita Cora” sin razón, habría podido ser “Un día de estos” de García Márquez o “La rana que quería ser una rana auténtica” de Augusto Monterroso, pero fue el cuento de Cortázar y no otro, por lo que, reitero, fue él quien me encontró a mí. 

Algo de la Señorita Cora me dejó la sensación de haber asistido a la primera ceremonia literaria importante de mi vida: lograr un espacio físico al interior de un texto. Leer fue ver a la Señorita Cora, con toda su carne, sus huesos y su uniforme blanco de enfermera. La película escrita por Cortázar me involucró tanto, que aún hoy, me persigue la idea de que fue a mí a quién la señorita Cora le afeitó el pubis antes de una cirugía de apéndice. 

Un domingo de 2004, veinte años después de su muerte, Cortázar se me apareció en un Dominical del diario El Universal. La foto en la que acariciaba un gato me llamó a leer aquella reseña que le exaltaba como el dueño de ochenta mundos, a los que a través de sus cuentos y novelas se les podía dar la vuelta. Un viaje al interior de la crónica maravillosa y maravillada de lo cotidiano, visto desde el espejo o la otredad, en el que Cortázar conjuga los elementos clásicos de la narrativa de manera subversiva y juguetona. 

Aquel Dominical fue mi invitación a leer, definitivamente, a ese argentino universal. Al otro día me volé las clases de Derecho en la Universidad de Cartagena para averiguar si era cierto lo que decían de Cortázar en aquel artículo. En la Biblioteca Bartolomé Calvo estaba Julio, completo, en los tomos de sus cuentos. Leí “Silvia” y entonces entendí, el encanto de Cortázar radica en abrirte las puertas de la percepción y demostrarte que los objetos, las personas, las realidades de las otras personas, así como Silvia, son una extensión de uno mismo, y que todo se superpone hasta formar esa “masa pegajosa que se proclama mundo”. 

Devoré Final del Juego, Deshoras, Todos los fuegos el fuego, también Historias de Cronopios y de Famas, ese irresistible inclasificable. Una larga lista de textos que para 2009, harían que me resultara familiar el comentario de otro escritor argentino. Durante el Hay Festival, Alan Pauls calificó a Cortázar como un escritor puerta, porque al leerlo, te invitaba a la literatura, a seguir leyendo e incluso a escribir, a diferencia de Borges, que él calificaba como un escritor pared. Mi primer cuento de verdad lo escribí embriagado de Cortázar. Julio tiene ese efecto, lo lees y enseguida tienes que escribir. Te vibran las células como cargadas de una electricidad de la que sólo descansas cuando la vuelcas al papel. 

Después, en la nueva Biblioteca del Centro de Formación y Cooperación Española, inauguré mi suscripción con el préstamo de Rayuela. Un libro que es muchos libros, pero sobre todo dos: el que se descubre siguiendo la lectura regular, desde el inicio hasta el capítulo 56, y el que propone Cortázar en una secuencia de capítulos saltados. Una invitación a dar brincos que avanzan y retroceden dentro de ese grupo bien ordenado (y desordenado) de músicas, resplandor y velocidades. 

En Rayuela encontré al Cortázar que había conocido en los cuentos, pero elevado a infinita potencia. Con Horacio (ese odioso Odiseo), la Maga, Gregorovious y los demás del Club de la Serpiente, Traveler, Talita y el gato calculista, entablé una relación que iniciaba en mis manos, mientras sostenían la novela, y se extendía hasta todo lo que en ese entonces me era palpable dentro del libro, más allá de las palabras.

Así es Cortázar, te involucra, al punto que su narración ocurre al interior de tu cuerpo como una cosa gástrica. Y ahí es cuando Cortázar te encuentra cada vez que visitas uno de sus artefactos literarios, un conjunto de circuitos concentrados y a la vez dispuestos para inventar con cada lectura un nuevo sistema.

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