"El vecino más grande que imaginé tener: el
estadio de fútbol. De noche parecía una nave espacial desmantelada. De día, se
podían ver sus dos rampas como dos tenazas y entonces semejaba a un cangrejo
gigante".
Por: Erick Rodríguez Marrugo
Nos mudamos a
la nueva casa en 1984, cuando yo aún no cumplía los 7 años. Era una casa pequeña
en la que por fin tendría un cuarto para mí sólo, alejado de los berrinches de
mi hermano menor. Los primeros días, sin embargo, no dormí nada porque preferí
quedarme mirando a través de la ventana al vecino más grande que imaginé tener:
el estadio de fútbol. De noche parecía una nave espacial desmantelada. De día,
en cambio, con el sol en pleno, se podían ver sus dos rampas de acceso como dos
tenazas y entonces semejaba a un cangrejo gigante.
Aunque fui un
niño poco sociable, conseguí amigos de urgencia para poder ir en tropa, y sin
miedo, a conocer a aquel ingente animal. Estaba tan estropeado que no era necesario
acceder por las puertas principales porque el tiempo le había taladrado las
paredes y tenía huecos enormes por donde entrábamos en fila india. Llevábamos
balones de caucho a medio inflar y jugábamos sin reglas en aquella cancha
infinita donde la yerba no prosperaba. Cuando nos cansábamos del sol nos íbamos
a brincar en las graderías de sombra que se habían agrietado de soledad. Me
parecía insólito que aunque el estadio no era tan viejo, a lo sumo podría tener
la edad de mi madre (que se veía lozana y sin grietas), parecía tan
desvencijado como las murallas.
Al comienzo
creí que aquel gigante tenía propietario: un indiferente señor llamado Pedro de
Heredia cuyo nombre se veía en grande en la parte más alta y frontal. Luego en
una clase de sociales la profesora me sacaría de mi ingenuo anacronismo. Para
saldar cualquier duda remató diciendo: “Además a Don Pedro de Heredia ni
siquiera le gustaba el fútbol”. Ese día entendí que mi descomunal vecino se
estaba desmoronando porque, a diferencia de todas las cosas del mundo, él no
tenía un dueño.
Por no tener
dueño cualquiera podía ingresar sin permiso. Mi padre iba cada mañana,
encajado en su sudadera azul, muy temprano antes de que el sol despertara. Los
sábados yo lo acompañaba y lo veía dar veinte vueltas completas sobre la pista,
esa órbita de arena y guijarros donde gravitaban también muchos otros padres.
Sentado sobre la arena olvidada, a un costado de las graderías, lo esperaba
mientras el cielo iba otorgando, de a poco, la luz al mundo y formas. A veces
intentaba correr a su lado, él aseguraba que el ejercicio me haría vivir mucho
más tiempo, pero jamás pude dar un giro entero porque el corazón se me salía
por la boca y porque, además, a esa edad, no me afectaban los apremios del
tiempo, la salud y la muerte.
Mi madre
también lo visitaba algunas tardes, pero no a dar vueltas medicinales en la
pista de correr sino a hacer compras para cocinar. Esto gracias a que afuera se
armaban mercados itinerantes donde se podían adquirir legumbres atardecidas y
frutas que yo aún no conocía. Fue por esos días que supe de la existencia de la
“berenjena” una fruta oblonga que sólo mi padre comía, y la “guama”, una
serpiente disecada con perlas de terciopelo adentro. Luego, al anochecer, el
mercado se iba por donde había llegado y quedaba un basurero de vegetales por
todas las rampas que luego la brisa barría sin orden y que los perros sin
destino husmeaban con desgano.
Años después alguien trajo el fútbol de la
televisión al estadio. Llegó un equipo foráneo que andaba buscando algún
escenario huérfano dónde jugar. Intentaron dejarlo presentable pero todo lo
que hicieron fue maquillarlo sin gusto y, si mal no recuerdo, fue en esa época
que lo pintaron con franjas verdes, amarillas y rojas. Me hacía recordar a los
cacharros llenos de frutos ácidos que comerciaban en los mercados itinerantes.
Habría sido preferible pintarlo con el color de la berenjena que, al menos,
con el resplandor del medio día no empalagaba los ojos. Sólo de noche podía
mirársele con sosiego, sin fastidio, y detallarse sus formas esmaltadas de
luna. Mi madre me reprendía porque, bien que mal, aquellos eran los colores de
la bandera de la ciudad. Posteriormente, o el cielo me hizo caso o a la ciudad
le cambiaron la bandera, porque unos hombres vestidos de astronauta, le quitaron
aquella piel de circo y lo dejaron tal cual como antes.
Con la
llegada del fútbol la hierba de la cancha prosperó, sin lluvias, por arte de
magia. Pero no pudimos aprovecharla porque en pocas horas sellaron los huecos
de las paredes que el tiempo nos había regalado. Sólo abrieron las puertas en
las mañanas para que mi padre, y todos los demás padres, trotando, le hicieran
trampa a la muerte. Yo seguí entrando de cuando en cuando, incluso después de
que él dejo de ir, en especial porque el insomnio de la adolescencia me
azuzaba las madrugadas y yo corría y corría, ahora sí, durante muchas vueltas,
por la misma trayectoria por donde huían mis sueños. Los domingos nunca
volvieron a ser iguales, esos estados de tranquilo calor en los que los vecinos
sacaban sus sillas a las terrazas para despedir al sol. El barrio era ocupado
por escuadrones de policías que cercaban las calles con caballos de fantasía y
muros de hojalata para evitar a los fanáticos gratuitos. Después de los
partidos solían armarse en las aceras, riñas de aficionados enardecidos porque
el equipo perdió o porque empató o porque ganó, y en este cotejo espontáneo,
no había balones ni árbitros, como dentro del estadio, sino piedras mortales y
policías espantados.
De repente
llegó el campeonato mundial y alguien decidió que lo mejor era desmoronarlo
casi por completo y armarlo nuevamente. Después de muchos camiones con arena y
piedras quedó tan bien logrado como una maqueta. Sin embargo cerraron sus
puertas incluso en la mañana para que el recuerdo de nadie entrara y le cambiaron
el nombre por otro aún más desconocido (incluso para mi vieja profesora de
sociales). Ahora, a los que quieren vivir más les ha tocado dar vueltas en
plena calle, despertando al día con sus pasos presurosos, esquivando taxis y
ladrones desvelados. Mi madre no encontró en otro sitio berenjenas esenciales
y los nuevos niños del barrio no saben de canchas infinitas. A veces, en mis
noches de insomnio, concilio el sueño imaginando que corro sobre aquella pista
de arena y guijarros sedantes. Otras veces, cuando alguien interrumpe mi soledad
y quiere saber en qué pienso, invariablemente respondo “en la inmortalidad del
cangrejo”. Entonces me asomo en la ventana del cuarto, con la misma mirada de
niño de los primeros días, notando cómo todos los recuerdos de mi infancia y
todas las añoranzas de mi adolescencia, se resisten a apagarse.
*Publicado
originalmente en la edición Nº 6 de Cabeza de Gato, especial Memorias del
Futuro; léalo completo aquí.