viernes, 27 de marzo de 2015

Baila, Delia, baila



Un homenaje a Delia Zapata Olivella, esa gran bailarina que con sus movimientos escribió parte de nuestra historia Caribe. A no olvidarla. 





Por: Julio César Márquez  ///  @_Sindulfo_    ///   Especial para Cabeza de Gato


Conseguí una foto de ella. En ese instante dejaba de ser un nombre sin rostro, para tomar una forma, un color, una textura. Delia estaba en esa foto aparentemente feliz. Levantaba la mirada al cielo, con sus ojos color ceniza, aquel moño de bailarina experta y una sonrisa que se dibujaba amplia en su boca. Llevaba un aire de elegancia e irradiaba una fuerza que se gana con los años. Es Delia, la de la foto, y seguramente estaba bailando. 

Los que llegaron a conocerla hablan de su ímpetu, de su amor por la cultura, de su incansable búsqueda por descubrir esas manifestaciones de movimiento propias de la gente cercana a las costas. Sus allegados la van relatando como una mujer que iba formado grupos y dejando en ellos la inquietud por la danza. 
Por eso te imagino danzando Delia, en medio de los cuerpos negros, como una llama de vela que lucha contra el viento para no apagarse. Te veo allí, en medio de todos, al son de un merecumbé, con el cuerpo extasiado de música y con los pies y las caderas desatados por un demonio que intenta liberarse. 

Germán Arciniégas intentó esbozarte, contando aquella ocasión en la que reuniste treinta y cinco mil pesos y te fuiste a parís con Manuel y con tus negritos. Contó cómo la música vivía con los negros de aquella época, como si hubiese brujería en cada movimiento. Y ahora, Delia, la gente sigue bailando. Cartagena baila todo el día. 

Pero te moriste y tu legado está deambulando en las mentes que aún te recuerdan. ¿Y si te olvidamos, Delia? Por eso, lo mejor es que bailes, Delia, que bailes. Porque contigo la danza se sustentaba en un discurso, ibas a los rincones a conocer cómo se movían. A entender por qué lo hacían de esa manera. A rescatar movimientos y pasos. ¿Y ahora? Baila, Delia, baila. 

Cuenta Lourdes que quería conocerte cuando llegaste al Chocó, pero no pudo. Que todos hablaban de ti, de una mujer elegante que bailaba cumbia. Ella quería bailar y enseñarte cómo se bailaba el currulao. Era un intercambio, decía. Pero te conoció mucho tiempo después, ella cuenta, y tú viajabas a otras partes con tu grupo y ella tenía que quedarse porque trabajaba. Ensayaban en el Teatro Heredia, y la negrita de Lourdes empezó a bailar con tu grupo y participó en las muestras locales y nacionales. 

¿Qué queda de la danza de los gallinazos? ¿Dónde están los cabildos de los barrios? La gente olvida, Delia, y te olvida a ti. Por eso baila, Delia, baila. Porque tu trabajo empieza a perderse, se ha hecho sombras en medio del afán por moverse sin pensar en el significado de cada paso, como si el cuerpo no tuviese razones o como si no existiese una historia detrás de cada baile. 

Te imagino con tu atarraya pescando bailarines y movimientos. Te imagino como en esta foto, sonriente, con los ojos al cielo, y el cuello trazando una línea admirable que empieza en la columna. Entonces veo las caderas y tus pasos, el ritmo. Veo a Delia, siempre Delia, bailando.



Originalmente publicado aquí. 

martes, 17 de marzo de 2015

Recuerdos de un cangrejo gigante*


"El vecino más grande que imaginé te­ner: el estadio de fútbol. De noche parecía una nave espacial desmantelada. De día, se podían ver sus dos rampas como dos tenazas y entonces semejaba a un cangrejo gigante".
 
Por: Erick Rodríguez Marrugo


Nos mudamos a la nueva casa en 1984, cuando yo aún no cumplía los 7 años. Era una casa pequeña en la que por fin tendría un cuarto para mí sólo, alejado de los berrinches de mi hermano menor. Los primeros días, sin embargo, no dormí nada porque preferí quedarme mirando a través de la ventana al vecino más grande que imaginé tener: el estadio de fútbol. De noche parecía una nave espacial desmantelada. De día, en cambio, con el sol en pleno, se podían ver sus dos rampas de acceso como dos tenazas y entonces semejaba a un cangrejo gigante. 


Aunque fui un niño poco sociable, conseguí amigos de urgencia para poder ir en tropa, y sin miedo, a conocer a aquel ingente animal. Estaba tan estropeado que no era necesario acceder por las puertas principales porque el tiempo le había taladrado las paredes y tenía huecos enormes por donde entrábamos en fila india. Llevábamos balones de caucho a medio inflar y jugábamos sin reglas en aquella cancha infinita donde la yerba no prosperaba. Cuando nos cansábamos del sol nos íbamos a brincar en las graderías de sombra que se habían agrietado de sole­dad. Me parecía insólito que aunque el estadio no era tan viejo, a lo sumo podría tener la edad de mi madre (que se veía lozana y sin grietas), parecía tan desvencijado como las murallas.


Al comienzo creí que aquel gigante tenía propietario: un indiferente señor llamado Pedro de Heredia cuyo nom­bre se veía en grande en la parte más alta y frontal. Luego en una clase de sociales la profesora me sacaría de mi ingenuo anacronismo. Para saldar cualquier duda remató diciendo: “Además a Don Pedro de Heredia ni siquiera le gustaba el fútbol”. Ese día entendí que mi descomunal vecino se estaba desmoronando porque, a diferencia de todas las cosas del mundo, él no tenía un dueño.


Por no tener dueño cualquiera podía ingresar sin per­miso. Mi padre iba cada mañana, encajado en su sudade­ra azul, muy temprano antes de que el sol despertara. Los sábados yo lo acompañaba y lo veía dar veinte vueltas completas sobre la pista, esa órbita de arena y guijarros donde gravitaban también muchos otros padres. Sentado sobre la arena olvidada, a un costado de las graderías, lo esperaba mientras el cielo iba otorgando, de a poco, la luz al mundo y formas. A veces intentaba correr a su lado, él aseguraba que el ejercicio me haría vivir mucho más tiempo, pero jamás pude dar un giro entero porque el corazón se me salía por la boca y porque, además, a esa edad, no me afectaban los apremios del tiempo, la salud y la muerte.


Mi madre también lo visitaba algunas tardes, pero no a dar vueltas medicinales en la pista de correr sino a hacer compras para cocinar. Esto gracias a que afuera se ar­maban mercados itinerantes donde se podían adquirir le­gumbres atardecidas y frutas que yo aún no conocía. Fue por esos días que supe de la existencia de la “berenjena” una fruta oblonga que sólo mi padre comía, y la “guama”, una serpiente disecada con perlas de terciopelo adentro. Luego, al anochecer, el mercado se iba por donde había llegado y quedaba un basurero de vegetales por todas las rampas que luego la brisa barría sin orden y que los perros sin destino husmeaban con desgano. 


 Años después alguien trajo el fútbol de la televisión al estadio. Llegó un equipo foráneo que andaba buscando algún escenario huérfano dónde jugar. Intentaron dejar­lo presentable pero todo lo que hicieron fue maquillarlo sin gusto y, si mal no recuerdo, fue en esa época que lo pintaron con franjas verdes, amarillas y rojas. Me hacía recordar a los cacharros llenos de frutos ácidos que co­merciaban en los mercados itinerantes. Habría sido pre­ferible pintarlo con el color de la berenjena que, al menos, con el resplandor del medio día no empalagaba los ojos. Sólo de noche podía mirársele con sosiego, sin fastidio, y detallarse sus formas esmaltadas de luna. Mi madre me reprendía porque, bien que mal, aquellos eran los colores de la bandera de la ciudad. Posteriormente, o el cielo me hizo caso o a la ciudad le cambiaron la bandera, porque unos hombres ves­tidos de astronauta, le qui­taron aquella piel de circo y lo dejaron tal cual como antes.


Con la llegada del fút­bol la hierba de la cancha prosperó, sin lluvias, por arte de magia. Pero no pudimos aprovecharla porque en pocas horas sellaron los huecos de las paredes que el tiempo nos había regalado. Sólo abrieron las puertas en las mañanas para que mi padre, y todos los demás pa­dres, trotando, le hicieran trampa a la muerte. Yo seguí entrando de cuando en cuando, incluso después de que él dejo de ir, en especial porque el insomnio de la adoles­cencia me azuzaba las madrugadas y yo corría y corría, ahora sí, durante muchas vueltas, por la misma trayec­toria por donde huían mis sueños. Los domingos nunca volvieron a ser iguales, esos estados de tranquilo calor en los que los vecinos sacaban sus sillas a las terrazas para despedir al sol. El barrio era ocupado por escuadrones de policías que cercaban las calles con caballos de fantasía y muros de hojalata para evitar a los fanáticos gratuitos. Después de los partidos solían armarse en las aceras, ri­ñas de aficionados enardecidos porque el equipo perdió o porque empató o porque ganó, y en este cotejo espon­táneo, no había balones ni árbitros, como dentro del esta­dio, sino piedras mortales y policías espantados. 


De repente llegó el campeonato mundial y alguien de­cidió que lo mejor era desmoronarlo casi por completo y armarlo nuevamente. Después de muchos camiones con arena y piedras quedó tan bien logrado como una maque­ta. Sin embargo cerraron sus puertas incluso en la mañana para que el recuerdo de nadie entrara y le cambia­ron el nombre por otro aún más desconocido (incluso para mi vieja profesora de sociales). Ahora, a los que quieren vivir más les ha to­cado dar vueltas en plena calle, despertando al día con sus pasos presurosos, esquivando taxis y ladrones desvelados. Mi madre no encontró en otro sitio be­renjenas esenciales y los nuevos niños del barrio no saben de canchas infinitas. A veces, en mis noches de insomnio, concilio el sueño imaginando que corro so­bre aquella pista de arena y guijarros sedantes. Otras veces, cuando alguien inte­rrumpe mi soledad y quiere saber en qué pienso, inva­riablemente respondo “en la inmortalidad del cangre­jo”. Entonces me asomo en la ventana del cuarto, con la misma mirada de niño de los primeros días, notando cómo todos los recuer­dos de mi infancia y todas las añoranzas de mi adolescencia, se resisten a apagarse.

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*Publicado originalmente en la edición Nº 6 de Cabeza de Gato, especial Memorias del Futuro; léalo completo aquí

jueves, 12 de marzo de 2015

Labio de Liebre, una obra necesaria



 Quedamos gratamente sorprendidos con una historia y un montaje al que calificamos con una palabra: Necesario. 



Anoche estuvimos en el Teatro Colón de Bogotá, viendo la obra Labio de Liebre (venganza o perdón) de Fabio Rubiano y el grupo Petra. Quedamos gratamente sorprendidos con una historia y un montaje al que calificamos con una palabra: Necesario. 

El personaje principal es Salvo Castello, un hombre que luego de ejecutar múltiples actos de atrocidad en su país, vive exiliado en Territorio Blanco, lugar donde paga la condena por sus crímenes. Además de la deuda legal, Castello debe enfrentar otra de un valor mayor, la deuda con sus víctimas. A manera de recuerdos, fantasmas y tormentos mentales, algunas de las víctimas de Castello se mudan a vivir con él, para exigirle, desde el más allá de la muerte y el más acá de la conciencia, que los recuerde, los reconozca y, sobre todo, les pida perdón; la única forma en que víctimas y victimario podrían continuar en paz.    

La manera en la que se aborda el conflicto y el posconfilco de nuestro país en esta obra es, por lo demás, innovadora, muy aparte de otras producciones que hemos visto en la pantalla chica o grande. Labio de Liebre se aleja de los melodramas en los que comúnmente se idealiza al victimario y muy poco se deja espacio para el reconocimiento de los civiles que padecen el conflicto; en cambio, elabora un retrato humano, complejo y completo, de la violencia reciente de Colombia, de una manera altamente creativa, entretenida, y muy bien montada.

Labio de liebre transcurre a través de un contrapunto de emociones que van del humor, al humor negro, al humor aún más negro, dejando entre uno y otro, escenas claves para el testimonio dramático y verosímil de nuestra tragedia nacional. Como dijimos al principio, es una obra necesaria, que nos permite a través de su historia, sus personajes y una escenografía en la que conviven la pesadilla y el sueño, indagar nuestra capacidad de hacer memoria y perdonar. 

Labio de liebre estará en el Teatro Colón, de miércoles a sábado, a las 7.30pm, hasta el 22 de marzo. Los invitamos a que no se la pierdan.