Foto tomada de www.eluniversal.com.co |
Una oda al cine y el mar, esas dos grandes pantallas para proyectar los recuerdos.
por: Juan de Dios Sánchez Jurado //// @cbzdegato
El cine y el mar, dos de las
cosas que más disfruto en la vida. Los conocí a tan temprana edad que no lo
recuerdo.
Es una pena. Me gustaría poder identificar en mi memoria
el momento exacto en que me asomé por primera vez a esos dos abismos. Sé que en
la casa donde nací, allá en el barrio El Cabrero, bastaba acercarse a la
ventana para ver el mar. Sé que aquella casa y el mar quedaban tan cerca que
las noches transcurrían arrulladas por las olas. Sé que en ocasiones aparecían
cangrejos encaramados sobre el televisor, que aprendí a dar mis primeros pasos
sobre la arena tibia de la playa y que casi a diario, al caer la tarde, mi
padre me sacaba a pasear en hombros, haciendo un camino de ida y regreso que
bordeaba toda la Avenida Santander.
Lo sé, pero no lo recuerdo. Sé que mi padre fue quien me llevó por primera vez al cine en los ahora abandonados teatros de Getsemaní. Sé que aquella vez vimos una película de dibujos animados y que era la época en la que en el cine aún había receso a mitad de la cinta para ir al baño o a la confitería. Sé que mientras mi estatura me lo permitió, y porque mi padre no era fanático del “todo niño paga”, mis entradas a cine fueron gratis, a hurtadillas por debajo del torniquete. Lo sé, pero, muy a mi pesar, no lo recuerdo. Mis más viejas memorias sobre el cine y el mar son una seguidilla de imágenes borrosas pertenecientes a una película que pareciera no haber visto, sino que me hubieran contaron.
Uno debería ser capaz de recordar qué sintió al nacer o a qué le supo el primer sorbo de leche materna. La memoria del recién nacido, apenas desempacada, sólo funciona en términos de presente. Es tanta la novedad que toca primero acostumbrarse a estar en el mundo para comenzar a tener nociones de pasado y recuerdo. Lo que no existe ni siquiera en el recuerdo es como si no hubiera ocurrido, por eso, carecer de certeza sobre la primera noticia que tuve del cine o el mar, me produce la sensación de estar viendo los tristísimos ojos de una mujer muy bella.
Lo que más disfruto del cine y el mar es esa capacidad cinética y colorida que tienen de ser grandes y asombrosos. Sus voces y sus silencios que se extienden hasta mí, que me llegan. Ir a cine o meterse al mar es lo más cercano a saber cómo se siente morar en el sueño de otro. En el cine, preferiblemente, morar en el sueño de Woody, de Stanley, de Alfred, de Quentin, de Tim. En el mar, quien lo sueña a uno, definitivamente, es Dios.
Me gustaría conocer a un adulto que nunca haya ido al cine o al mar, describírselos y pedirle que los imagine. Decirle que son un par de grandes cajas de música, a veces oscuras, a veces luminosas, que contienen, el cine, toda la esperanza del arte, y el mar, toda la esperanza de la humanidad.
Cuán necesario es el ejercicio de la memoria en este mundo estrictamente dedicado a la acelerada tarea de borrarse a sí mismo; planeta ingenuo que se enfrenta a esta cosa llamada futuro desconociendo sus más antiguos comentarios. Saber que algún día no habrá ni cine ni mar, me acongoja y me invita a reparar en ellos y recordarlos, incluso, hasta donde no puedo. Y dejar entonces tanta constancia como permita el lenguaje de que fueron, el cine y el mar, dos lugares en los que alguna vez posé la planta efímera de mis pies, y en los que tuve, desde tempranísima edad, el privilegio de sumergirme y habitar profundamente.
Lo sé, pero no lo recuerdo. Sé que mi padre fue quien me llevó por primera vez al cine en los ahora abandonados teatros de Getsemaní. Sé que aquella vez vimos una película de dibujos animados y que era la época en la que en el cine aún había receso a mitad de la cinta para ir al baño o a la confitería. Sé que mientras mi estatura me lo permitió, y porque mi padre no era fanático del “todo niño paga”, mis entradas a cine fueron gratis, a hurtadillas por debajo del torniquete. Lo sé, pero, muy a mi pesar, no lo recuerdo. Mis más viejas memorias sobre el cine y el mar son una seguidilla de imágenes borrosas pertenecientes a una película que pareciera no haber visto, sino que me hubieran contaron.
Uno debería ser capaz de recordar qué sintió al nacer o a qué le supo el primer sorbo de leche materna. La memoria del recién nacido, apenas desempacada, sólo funciona en términos de presente. Es tanta la novedad que toca primero acostumbrarse a estar en el mundo para comenzar a tener nociones de pasado y recuerdo. Lo que no existe ni siquiera en el recuerdo es como si no hubiera ocurrido, por eso, carecer de certeza sobre la primera noticia que tuve del cine o el mar, me produce la sensación de estar viendo los tristísimos ojos de una mujer muy bella.
Lo que más disfruto del cine y el mar es esa capacidad cinética y colorida que tienen de ser grandes y asombrosos. Sus voces y sus silencios que se extienden hasta mí, que me llegan. Ir a cine o meterse al mar es lo más cercano a saber cómo se siente morar en el sueño de otro. En el cine, preferiblemente, morar en el sueño de Woody, de Stanley, de Alfred, de Quentin, de Tim. En el mar, quien lo sueña a uno, definitivamente, es Dios.
Me gustaría conocer a un adulto que nunca haya ido al cine o al mar, describírselos y pedirle que los imagine. Decirle que son un par de grandes cajas de música, a veces oscuras, a veces luminosas, que contienen, el cine, toda la esperanza del arte, y el mar, toda la esperanza de la humanidad.
Cuán necesario es el ejercicio de la memoria en este mundo estrictamente dedicado a la acelerada tarea de borrarse a sí mismo; planeta ingenuo que se enfrenta a esta cosa llamada futuro desconociendo sus más antiguos comentarios. Saber que algún día no habrá ni cine ni mar, me acongoja y me invita a reparar en ellos y recordarlos, incluso, hasta donde no puedo. Y dejar entonces tanta constancia como permita el lenguaje de que fueron, el cine y el mar, dos lugares en los que alguna vez posé la planta efímera de mis pies, y en los que tuve, desde tempranísima edad, el privilegio de sumergirme y habitar profundamente.
Artículo publicado originalmentel en el Dominical de El Universal http://www.eluniversal.com.co/suplementos/dominical/memorias-del-cine-y-el-mar-96248
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