Por: * Juan Carlos Céspedes
Para quienes lo han vivido y para quienes no, este es Bazurto, el de verdad.
El tipo parecía sacado de una caneca de basura, con un cartón en la mano, donde garabateado podía leerse PARE, se atravesaba a los autos con la agonía propia del hambre, tratando de ayudar a pasar a las personas, que a esa hora de la mañana se jugaban la vida cruzando la Avenida Pedro de Heredia camino al mercado. Era un pugilato entre los carros y la gente, donde a falta de
autoridad y señales de circulación, este personaje encontró su cuchara
de cada día. Pero era un servicio a la brava, sin previo acuerdo, ya que
al frenar los autos para no atropellarlo, él aprovechaba y con ademanes
imperativos hacía que los peatones cruzaran a “salvo”, después venía el
cobro de la mano extendida con una cara de “me pagas o me pagas”,
coacción que muy pocos estaban dispuestos a resistir.
Bazurto, que así se llama el mercado público,
parece una república independiente, un país caótico dentro de una
ciudad que se enorgullece de ser Patrimonio Histórico y Cultural de la
Humanidad, donde la democracia encontró su lado perverso. Todos saben
que es un sitio que desbordó su capacidad de uso, pero hay demasiados
intereses económicos y políticos que impiden su traslado a otro lugar
más propicio.
El flujo de personas es constante y abigarrado, no hay ninguna clase de
control y la ausencia de políticas de funcionamiento es evidente. Antes
de entrar, esto es sólo un decir, porque “entrar” lo haces desde que te
bajas del transporte, te tienes que enfrentar a un laberinto de
motocicletas, que en lenguaje de subdesarrollo se denominan “mototaxis”,
solución precaria a un desempleo cabalgante, que ningún gobernante
local ha querido enfrentar, quizás por el costo en las urnas a la hora
de las elecciones, esto sin tener en cuenta que el 80% de los crímenes
que se cometen en la ciudad tiene la participación de un vehículo de
esta naturaleza. Lo cierto es que el chorizo que forman las motos es
impresionante. Cada quien hace lo que le da la gana, en pocos minutos
puedes ver todas las infracciones habidas y por haber en cualquier
código de tránsito del mundo.
Después, si has resultado ileso en tu papel de torero espontaneo de
carros, mototaxis, buses, “zapaticos” (así le llaman a unos taxis en
miniatura, igual o más desordenados y peligrosos que las motos),
cualquier cosa que tenga ruedas y sirva para llevar bultos, etc., debes
prepararte para el acoso terrible de los vendedores ambulantes
que te ofrecen mandarinas, bananas, galletas, agua, manzanas y todo lo
inimaginable que se pueda vender. Es un Vietnam de la supervivencia,
eres un Leónidas en Las Termopilas, y el truhán tras tuyo ofreciéndote a
precio de robo un destornillador multiusos, un reloj de última hora,
una cadena de oro caza idiotas, un vendedor de jugos con toda la higiene
imposible, el gran “éxito” del Rey de Rocha (un equipo de sonido más
grande que el Castillo de San Felipe) y tú disparando noes cada cinco
segundos, y te tropiezas con las mesas de los vendedores de minutos con
celulares de dudosa procedencia, cds piratas en improvisadas discotecas,
rodeadas de una nueva generación de enajenados que llevan el sello del
“puro vacile efectivo”, más conocidos vulgarmente como “champetuos”, y
basura y más basura, que brota a cada instante ahogándolo todo. Pero si
crees que evadiendo esta primera presión estás liberado, te equivocas
terriblemente. Allí pronto te emboscan los vendedores de ropa con todas
las marcas legalmente clonadas y los vestidores al aire libre bajo la
sofocante canícula de julio, entonces descubres que estos malabaristas
del espacio público tienen sus propias técnicas para saber si un jean es
de tu talla con sólo colocarlo alrededor de tu cuello, y si decides
llevarlo te aplican el nada novedoso sistema de precios “depende el
marrano” donde tú, obviamente, eres el choncho engordado.
Sacas tu pañuelo, si aún no te han metido mano en los bolsillos, secas
el sudor que te cubre la cara, y de pronto estás frente a un tunante con
una mesa, tres tapas de salsa de tomate y una pimienta de olor que
invita al hijo bobo de alguien, con un anzuelo cantado diciendo: “Dónde
está la bola, dónde está la bolita”, y ya te diste cuenta donde la metió
y te vuelves un mar de dudas haciendo cuentas con tu bolsillo, quién
quita que uno sea el tal hijo avispado, entonces aparece “alguien” que
apuesta un billete de veinte y gana el doble, “huepucha, si yo sabía”,
te dices para dentro. Cuando estás apunto de arriesgarte, los manes
agarran su “escritorio” y salen como alma que lleva el diablo
perdiéndose entre el hormiguero. Aparece un señor lloroso con dos
policías reclamando por una plata que trajo del pueblo para comprar unas
medicinas veterinarias, “ponga la denuncia”, le recomiendan estos
genios vestidos de verde. Al rato no queda nadie para echar el cuento y
todo listo para la próxima historia anónima, y el empujón de una gorda
que se abre paso con una canasta descomunal y un “¿qué te pasa?” a
quemarropa para que sigas tu camino, que es ninguno, porque esta colmena
se coloniza todos los días, y el paso de ayer, hoy es el puesto de
venta de cualquiera que haya caído en cuenta que esto es una tierra
donde impera la ley del más vivo, el más fuerte o el más inescrupuloso.
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Portada de la edición Nº 4 de Cabeza de Gato, en la cual aparece este artículo |
En un momento determinado te preguntas ¿qué estás haciendo allí?,
porque verdaderamente no recuerdas qué carajos viniste a comprar. Eres
un sonámbulo que camina inmerso en una corriente que te lleva a placer,
es una fuerza viva que te desplaza a su antojo por todas las arterias
malignas del comercio informal, y debes tener estómago de estudiante de
medicina para salir con vida de la zona de venta de pescado, donde el
piso es un jabón que te puede matar y la hedentina te deja sin alma
porque pareciera que el mismísimo averno se te hubiera metido muy
adentro; te llenas de pavor ante esos enormes cuchillos que destazan lo
que se les cruce, entonces agradeces al primer santo del que te
acuerdas (¡no, ése Santos no!) por ser una persona de paz, y
literalmente huyes para ponerte a salvo no sabes bien de qué. Te
detienes a tomar aire recostado a una pared de tablas, paseas la mirada y
puedes apreciar una hilera de cantinas de mala laya, con sus meseras
que parecen haberse peleado con las ropas y unos traseros descomunales
que se disputan la clientela, que a esa hora de la mañana está compuesta
por mayorista de cualquier producto, el prestamista que espera los
intereses de su veinte por ciento, el alcoholizado, el ganador del
chance de la noche anterior o el cabecilla de alguna banda de
delincuentes. También notas la presencia de los “jíbaros” que parecen
unos gatos a la caza del adicto y salen presurosos a buscar las dosis
escondidas en caletas a la vista de todo el mundo. Haces un inventario a
tu cuerpo y a tus pertenencias y das gracias a Dios, a pesar que eres
ateo, porque todavía estás intacto. Una modelo de Aguaslimpias se te
acerca y coquetea contigo, pero tú sólo deseas algo frío para equilibrar
el calor que te hierve por dentro. Le dices que quieres una cerveza
nada más y ella va a buscarla disgustada por el “nada más”. Al primer
trago te da por filosofar sobre la inteligencia humana y no te explicas
qué le sucede a los habitantes de esta ciudad, cómo pueden convivir con
una porqueriza en las salas de su casa, y en un momento de auto
flagelación reconoces que tú también eres cómplice de esta debacle, por
tu falta de compromiso, de dignidad, pues sabes perfectamente que esos
falsos patricios que se alzan como salvadores de la urbe, sólo les
importa recuperar y aumentar sus inversiones. Tomas otro trago y sientes
en la boca algo más amargo que la cerveza, descubres que es el sabor de
la vergüenza, de la impotencia. Te pones los ojos de los visitantes y
te sonrojas, porque aún tienes restos de decencia contigo. Apuras el
resto de la botella y cuando vas a pagar descubres con horror que tu
billetera ha desaparecido, entonces escarbas a conciencia en todos los
bolsillos y un billete arrugado de dos mil pesos te salva la vida, pues
alcanzas a imaginar lo que la lengua viperina de la mesera, que antes te
sonría, hubiera podido hacer contigo. Denunciar, ¿para qué? Te acuerdas
de los tombos: “ponga la denuncia” y sabes más allá de la ciencia que
no recuperarás tu cartera jamás.
Resignado marchas a la Avenida del Lago, parte posterior del mercado,
piensas tomar un taxi para que lo pague tu mujer cuando llegues a casa.
Al acercarte al borde de la carretera recibes el ramalazo de una fetidez
desesperante y no te explicas cómo puede haber gente comiendo en los
improvisados cambuches que muy rimbombantemente llaman restaurantes.
Aguantando la respiración en lo posible detienes la mirada en una
bandada de alcatraces enfermos, gaviotas sucias de fango y mariamulatas
carroñeras, que se pelean los desperdicios arrojados por los venderos de
toda índole y te preguntas si esta escena no es una alegoría de la vida
en tu ciudad. Con esta reflexión paras un taxi y subes a él con la
miseria de Bazurto pisándote los talones.
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* Juan Carlos Céspedes: narrador y poeta cartagenero, forma parte del
Movimiento literario la Generación Fallida. Dirige la revista virtual La
UrraKa y el Festival de Poesía Erótica de Cartagena de Indias. Este artículo
hace parte del especial Cartagena Cruz-y-Ficción de la edción Nº 4 de Cabeza de Gato.