Nos fuimos un sábado en la noche hasta
la Plaza de la Trinidad, para averiguar cómo se ha transformado este espacio,
desde que Getsemaní pasara de arrabal a nuevo It place de la movida turística, rumbera y cultural de Cartagena.
TEXTO / JUAN DE DIOS SÁNCHEZ JURADO
Con la transformación de Getsemaní de
arrabal a nuevo It place de la movida
turística, rumbera y cultural de Cartagena, el corazón de este barrio, La Plaza
de la Trinidad, hoy dista mucho de su otrora rutina de vecindario original del
Caribe Colombiano. Me voy un sábado en la noche hasta allí, para averiguar en
qué consiste la nueva dinámica de este espacio.
Doble
vida
Para llegar a la Plaza de la Trinidad
tomo la Calle del Guerrero. Lo que observo a lo largo de esta vía me indica la
doble vida que actualmente ocurre en Getsemaní: Comercial y residencial, lujosa
y deteriorada, foránea y raizal. El número de avisos de restaurantes, hoteles,
hostales y alquileres de habitación, compite con el de los que anuncian la
venta de inmuebles. Las casas desocupadas y algunas de las aún habitadas por
getsemanisenses coquetean con la ruina; las restauradas y adaptadas como
negocio conservan el look vintage que
las hace tan atractivas. El proceso de sustitución social es innegable. Basta
fijarse en Havana Club y su entorno de Jet Set. El cover supera el precio de
cinco cervezas en la tienda de en frente. Sus ventanas tapiadas envían un
mensaje: Lo que sucede adentro es exclusivamente para quienes puedan pagarlo.
Al parecer se quedarán en Getsemaní sólo quienes le den la talla al nuevo
estrato.
Finalizando la Guerrero, me detengo en
una casa que parece un anticuario. A través de sus dos ventanales observo gran
cantidad de adornos que lucen como si acumularan el polvo de varios siglos. Las
paredes están llenas de espejos y relojes de distintas épocas, cada uno
detenido en una hora distinta. A medida que me acerco a la Plaza de la Trinidad
me sobrecoge una idea: Getsemaní no necesita relojes que anuncien sus horas;
sus años de tradición, origen esclavo y generaciones raizales, han transcurrido
en una especie de pasado perpetuo, un pasado que ahora pugna por sobrevivir y
no dejarse desplazar por el presente de candilejas.
El
Jardín de las Delicias
Llegando a la Plaza un golpe de música
salsa cuya fuente no identifico me da la bienvenida. El humo de los chorizos
asándose bajo la luz amarilla de un poste domina el ambiente. El lugar se me
antoja sobrepoblado, invadido. El fondo de la escena es la fachada de la Iglesia
de la Trinidad, con su gran puerta verde cerrada a las 10:00 p.m. Un sinnúmero
de personas de distintas razas, acentos e idiomas, departen, deambulan, juegan,
fuman, o toman licor. En el espacio que aún no ha sido ocupado por carritos de
comida rápida se ubican ventorrillos de mochileros. Todo luce como una especie
de caos premeditado que, por un momento, me recuerda al cuadro El jardín de las
delicias de El Bosco.
Tomo asiento en los últimos
centímetros disponibles en la larga banca de cemento que cierra el círculo de
la plaza. Dentro, un hombre que parece sacado de la audiencia de Woodstock del
69 hace malabares con una rueda sobre la punta del pie. A su alrededor, cinco
niños juegan un fútbol sin arquerías. Junto a ellos, en el suelo, un grupo de
tres parejas de mochileros, cuya ropa luce como si no hubiera conocido agua y
jabón en meses, comparte botellas de cerveza. Supuestamente está prohibido ingerir
licor dentro de la Plaza. Una pareja de mediana edad, vestida de diseñador,
bordea la banca antes de ingresar al bar Demente. De este último escapan beats
de electrónica, que tímidamente compiten con el alto parlante de la salsa cuya
fuente aún no identifico. En la entrada del bar, dos de sus clientes balancean
en una mecedora de madera sus Gintonics de treinta mil pesos. Me pregunto si la
moda y el pueblo en La Trinidad conviven o están a la espera de ver quién
expulsa al otro primero.
"Todo luce como una especie de caos premeditado que recuerda al cuadro El jardín de las delicias de El Bosco".
Creo que si el paso hacia la plaza
estuviera aún vedado por la fama de mala muerte de la que gozaba la Calle de La
Media Luna, en este momento no estarían aquí ni la mitad de las personas que
disponen con propiedad del espacio. Lo que ocurre a esta hora confundiría a
cualquiera que se abstrajera un poco del ambiente festivo. Extranjeros, vecinos
de Getsemaní y cartageneros que no viven en el barrio, coinciden en una cebolla
de gente en la que cada capa corresponde a un origen distinto. Si uno cerrara
los ojos y se dedicara solamente a escuchar, quizá identificaría en la
simultaneidad de acentos e idiomas un papiamento.
Junto a la puerta de Demente hay un
hombre tumbado en el andén. Duerme a pesar del ruido y el vaivén de transeúntes
y vendedores. Una botella de aguardiente reposa vacía entre sus pies. Si fuera
31 de diciembre, por la edad y trajín de su pinta, cualquiera lo confundiría
con un muñeco de año viejo. Uno de los vendedores de comida rápida se fija en
él, se ríe y le dibuja una cruz en el aire. Las vendedoras de frito se dan
cuenta de aquella bendición y se divierten. Anoto esta pincelada de humor sobre
la adversidad ajena, como algo muy costeño, como parte del Getsemaní que aún es
Getsemaní.
United
colors of Benetton
A las 10:40 p.m. el número de personas
en la plaza parece haberse duplicado. Sólo encima del atrio de la iglesia hay
unos cincuenta personajes variopintos. Me atrevo a decir que ninguno supera los
treinta años de edad. Algunos comen comida rápida y de vez en cuando ahuyentan
o lanzan sobras a los cinco perros callejeros que velan sus alimentos. Otros
siguen con las cervezas o bebidas más fuertes. En el centro de la plaza varios
niños juegan a perseguirse y otros dibujan en el suelo con tizas. La estatua de
Pedro Romero, con el puño en el aire y
la boca inmortalizada en el rictus de un grito, seguida por la del monje y el
tamborilero, no parecen estorbarle a nadie.
Un hombre con el centro de la cabeza
rapada, unos zapatos reducidos a suela y cordones, apenas envuelto en un
calzoncillo de trapo, escapa de los ladridos de los perros que descuidan la vigilancia
de las sobras para enredarse entre sus pies. Él intenta espantarlos con su
costal. A los ladridos de los perros se unen las rechiflas de los vendedores de
comida rápida, que gritan burlas acerca de la orientación sexual del tipo,
hasta que desaparece rumbo a la Calle del Carretero. El escándalo ocurre muy
cerca del hombre dormido en el andén. Ha cambiado levemente su posición
recostándose hacia un lado. Celebro que en realidad no estuviera muerto. Una
pareja sale de Demente y se detiene junto a él. Sus zapatos de marca casi lo
tocan. Se fijan en un grafiti. Comentan algo en inglés, pero actúan como si no
se percataran del que yace como un cadáver ante ellos. Lo dicho, en esta Plaza
nadie parece estorbarle a nadie.
“Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle".
En la banca, junto a mí, se ubican
cuatro jóvenes que no superan los catorce años. Sus rasgos y acento me indican
que son cartageneros. Llevan ropa deportiva que parece una talla más grande que
la suya. Los acompaña un hombre en sus treintas, rubio, delgado, que fuma un
cigarrillo. Observando algunas de sus poses, imagino que si Oliviero Toscani
tomara una foto de este grupo, podría usarla como publicidad para Benetton. Me
pregunto qué relación existirá entre estos muchachitos que quizá vivan en
Getsemaní y el otro personaje que les habla muy de cerca en un castellano
enrevesado. Escucho cuando el hombre le pregunta al que parece el menor de los
muchachos: ¿Al fin me vas a hacer el favor? Después saca un billete y se lo
entrega al más alto, que al rato regresa con cervezas para todos. El rubio se
fija en el menor como si lo estudiara. Luego de tomarse las cervezas, tres de
los muchachos se van con rumbo a la Calle de la Sierpe. El rubio y el más joven
abandonan la plaza por la Calle del Guerrero. Intento no pensar mal, pero me
queda la espina.
Es el tipo de cosas que me preocupan
de Getsemaní, un sector tradicionalmente sumido en sus precariedades, de
repente asaltado por una legión de viajeros que muchas veces llegan allí
buscando soluciones a asuntos que en sus países de origen no podrían resolver
legalmente. Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de
Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a
veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle. Me
preocupa que los vecinos no estén preparados para negarse a muchas ofertas.
Cada quince minutos pasa una moto con
dos policías. A juzgar por su velocidad, están buscando algo que se les perdió
pero que no está en la plaza.
Luna
de Getsemaní
A las 11:40 p.m. la luna es una enorme
moneda de plata. Si cortaran la luz de las 8 pantallas amarillas que iluminan
la plaza, aún tendríamos claridad suficiente para vernos las caras. La brisa le
otorga un movimiento pendular a las ramas de las cinco palmeras que nos rodean.
Es una noche fresca, sin embargo, la humedad hace que la frente de los
concurridos brille bajo una delgada capa de sudor. Ya no hay niños jugando en
la plaza. Los puestos de comida rápida siguen despachando como si fueran las
siete de la noche. Cerca a la estatua de Pedro Romero se ha ubicado un
improvisado bar de cocteles. Lo que el turista demanda, lo que el nativo
ofrece. En Getsemaní, a la voz de licor barato, clientela asegurada; la mayoría
de turistas que recibe, por lo general, escatima en todo para alargar sus estadías.
Las canecas con el logo de un caballito de mar que cuelgan de los 4 postes
alrededor de la plaza están al tope de latas de cerveza y desechables. A veces
me pregunto qué es lo que más enamora de Cartagena a los que se quedan, la
belleza de la ciudad o la fácil consecución de alcohol, drogas y sexo a bajo
costo.
La tienda en la esquina de la Calle
Guerrero cierra sus puertas. Un perro da tres vueltas justo en el centro de la
plaza antes de acomodarse para también dar por terminada su faena. Reposa la
cabeza sobre uno de los partidos de triqui que dibujaron los niños. El sueño
del perro me recuerda al del hombre del andén, me fijo en él, sigue exactamente
en la posición de hace una hora. Un barrendero de overol verde manzana se ocupa
de la basura alrededor del durmiente. Supongo que no despertará antes de que el
sol le queme la cara. Me pregunto si algo del ambiente de la plaza se cuela en
su subconsciente y si al gusto a alcohol barato con el que se levantará, se
sumará la sensación de haber hablado en varios idiomas toda la noche.
Saludo
a la bandera
A las 12 m. la banca poco a poco se ha
ido despejando. Sólo quedan los mochileros, que se reparten cuadritos de papel
blanco y se turnan para ir y venir rumbo a la Calle del Pozo. Los acompaña un
grupo de raizales alrededor de un tablero de ajedrez. La vieja cuadrícula da la
impresión de acumular las jugadas de un partido infinito, continuado por
generaciones de getsemanisenses que se han ido relevando. Los jugadores
combinan el movimiento de las fichas con pases al ritmo de la salsa cuyo origen
no pude ubicar en toda la noche. Me pregunto si los días de ese largo partido
de ajedrez estarán contados; la Plaza, con todas las dinámicas que actualmente
alberga, cada día deja menos lugar a las estrategias de reinas y caballos.
Abandono la Trinidad por la misma
calle que me trajo. En la reja de la ventana de una de las casas vacías y en
venta, veo una bandera de Cartagena, rota y desteñida, que el viento mueve con
cierta gracia. Pienso en las personas que vivieron en esa casa y que tal vez
algún 11 de noviembre de hace años colgaron esa bandera allí. Me pregunto si
son de aquellos a quienes la cotización de su barrio de nacimiento los obligó a
largarse. Por donde lo mires, Getsemaní es como esa bandera, tenaz, colorido y
a pesar de las grietas, resistiendo para no desaparecer ante su nueva
naturaleza de lujo, aunque muy pronto la de Cartagena no sea la bandera de la
mayoría de sus habitantes.
*Esta crónica fue publicada originalmente en la Edición N°7 de Cabeza de Gato, Especial Himnos Urbanos.