domingo, 27 de marzo de 2016
miércoles, 16 de marzo de 2016
Nos mudamos a cabezadegato.com
La revista Cabeza de Gato informa a sus lectores que a partir de la fecha se muda a www.cabezadegato.com, nuestro nuevo sitio web, nuestra nueva casa a la cual les invitamos. Después de 7 ediciones impresas decimos adiós al papel (hasta nueva orden) y damos la bienvenida a #UnEspacioInfinito en nuestra página web oficial. Desde allí seguiremos con el objetivo de dar a conocer el quehacer literario y gráfico de escritores, fotógrafos e ilustradores de Cartagena y el mundo. Así que nos seguiremos leyendo y publicando. Esperamos sus visitas, que nos lean, compartan nuestros contenidos en sus redes sociales y nos recomienden.
Gracias a todos los que alguna vez leyeron este blog y nos honraron con sus comentarios.
Ya saben, nos vemos en
jueves, 3 de marzo de 2016
Érase una vez la Antena Parabólica
¿Se acuerdan cómo era la vida antes de la televisión por cable? ¿Cuando en las casa había un solo televisor y dos canales eran suficientes? ¿Cuando no pasábamos todo el día observando una pantalla? ¿No se acuerdan? Bueno, era más o menos así:
Por: Juan de Dios Sánchez Jurado ||| Seguir a @cbzdegato
En mi casa instalaron el servicio de antena parabólica en 1997, cuando yo rondaba los 13 años. Una señora gordita, de cabellos alegres y hablar acelerado, llegó al barrio un sábado, con una oferta que alborotó a los vecinos, como si en mitad de la calle hubieran instalado el circo o la ciudad de hierro. Se trataba, según pregonaba esta señora, de un invento maravilloso que, apenas valiéndose de un cable, expandiría nuestro mundo. En adelante, gracias al asombroso servicio, podríamos ver las películas, series, partidos de fútbol, telenovelas y conciertos, que hasta entonces no nos permitían los cuatro canales nacionales que sintonizaba nuestro televisor.
No hubo vecino al que no se le hiciera agua la boca escuchando la novedosa oferta. Los jefes de cada hogar anotaron su nombre en el cuadernito de la señora y en pocos días, tuvimos una pequeña cuadrilla de hombres encaramados a los postes y en los techos de nuestras casas, instalando las acometidas de un cable que cambiaría la vida del barrio para siempre.
La parabólica era como el agua o la luz, un servicio del que podíamos disfrutar a cambio de un pago mensual. Lo que la diferenciaba era que, en lugar de suplir una necesidad básica, como bañarnos o iluminar la noche, nos ofrecía puro y simple entretenimiento. La parabólica era un divertimento prescindible, pero sin el cual, poco a poco, sentimos que no podíamos vivir.
Antes de la parabólica, la mayoría de las casas de mi barrio tenían solo un televisor y éste se encendía por ratos, de hecho, la programación nacional empezaba casi al medio día y terminaba antes de la media noche. Suena increíble ahora, pero hasta inicios de la segunda mitad de los 90s, las personas dedicaban su tiempo libre a actividades que no involucraban un aparato electrónico.
La hora a la que casi siempre se prendía el televisor eran las 7 p.m., cuando las familias se sentaban a ver el noticiero y la telenovela del prime time. Después de la parabólica, el televisor no volvió a apagarse, siempre había un programa para ver. Luego fueron tantos programas al mismo tiempo, que fue necesario adquirir televisores extra, para que cada quien disfrutara de su programación.
"Por cuenta de la parabólica, los días comenzaron a transcurrir enteros frente a la caja con antena. Esos programas que la televisión nacional apenas transmitía una vez por semana, como Los Simpsons o Dragon Ball, en los canales mexicanos los pasaban diario y varias veces al día".
Antes de la parabólica, los niños y niñas del barrio pasábamos las tardes en la calle, corriendo detrás de un balón, montando bicicleta o patines, enviando mensajes por el teléfono roto o en rondas de algún juego con fichas. Después de la parabólica las calles de mi barrio empezaron a desolarse y eventualmente a todas las casas les pusieron rejas, por temor a que la soledad de la calle tentara a los ladrones. Por cuenta de la parabólica, los días comenzaron a transcurrir enteros frente a la caja con antena. Esos programas que la televisión nacional apenas transmitía una vez por semana, como Los Simpsons o Dragon Ball, en los canales mexicanos los pasaban diario y varias veces al día. Pasamos de ver una que otra película los sábados en el canal Uno o en el A, a la afición perenne por canales como HBO o Cinemax, que pasaban películas las veinticuatro horas.
La soledad y el silencio se convirtieron en elementos extraños dentro de nuestra cotidianidad, la tecnología se convirtió en nuestra eterna compañía. El tiempo avanzaba más rápido, al reloj se le aceleran las manecillas cuando estamos distraídos y siempre lo estábamos; viendo un programa, pensando en el que venía después, y que tampoco queríamos perder.
En el año 2000 llegaron los canales nacionales privados con una oferta constante, variada y competitiva, respecto de los canales internacionales que nos robaban el tiempo. Poco a poco las pantallas de T.V. invadieron todos los ámbitos, porque aparentemente cualquier actividad comenzó a resultarnos imposible sin tener al lado un cuadrado emitiendo luces y sonidos. Hoy en día los asientos de los aviones, las máquinas de los gimnasios, tienen televisor; la tienda más paupérrima del barrio más recóndito, tiene una LED amenizando la compra de abarrotes y la ingesta de cerveza. Es como si nadie quisiera, nunca, pasar un tiempo a solas con sus propios pensamientos.
Gracias a la parabólica, se desdibujaron las nociones de localidad y cada aspecto de nuestra vida adquirió un tinte global. Pasamos de ser cartageneros, a reconocernos como colombianos y de ahí a latinoamericanos, cuando nos enfrentamos a las maneras de ser de los mexicanos, peruanos y gringos, que nos enviaban la señal de la mayor parte de los canales que recibíamos. Aprendimos qué era “chido”, “guey”, “no mames”, “cholo”, “pollada”, y hasta aprendimos a hablar inglés, gracias a esos canales de películas y música que nos llegaban en ese idioma y sin subtítulos.
"Aprendimos qué era “chido”, “guey”, “no mames”, “cholo”, “pollada”, y hasta aprendimos a hablar inglés, gracias a esos canales de películas y música que nos llegaban en ese idioma y sin subtítulos".
Gracias a la parabólica nos enterábamos a diario y en tiempo real de las noticias del mundo, que no eran muy distintas de las propias, nuestros vecinos de planeta también padecían la corrupción de sus gobiernos, la delincuencia común, la manipulación de la democracia. Pese a los estilos de vida específicos de cada país, las aspiraciones de vida se nos asimilaron al estar consumiendo la misma publicidad. No nos dábamos cuenta, pero ofrecernos tanta televisión era solo una estrategia para adoctrinarnos a través de los anuncios. La idea era que dejáramos de ser ciudadanos locales para convertirnos en consumidores del mundo.
Actualmente los contenidos que ofrece la televisión no importan, perdieron la cualidad de ser memorables hace rato; tenemos otras distracciones más inmediatas y novedosas que nos vuelan el ocio. Lo que importa hoy es tener un televisor inteligente capaz de sintonizar contenido infinito, aunque al final no haya tiempo para ver mayor cosa, nos gana el sueño. Toca trabajar horas extra para pagar por el servicio de streaming, por la señal HD, las transmisiones exclusivas de deportes, el servicio premium de series y películas.
Cuando llegó la parabólica a mi barrio no lo imaginamos, pero más allá de ampliar nuestras opciones de entretenimiento, aceptamos que la publicidad se metiera a toda hora en nuestra casa, para enseñarnos a antojarnos de todo, acostumbrarnos a querer siempre más, a desechar más rápido, enviciarnos con la novedad, tener acceso a todo el entretenimiento posible para, en últimas, estar siempre aburridos. Querer más significa trabajar el doble y no contar con tiempo libre para disfrutar de nada.
"Cuando llegó la parabólica a mi barrio no lo imaginamos, pero más allá de ampliar nuestras opciones de entretenimiento, aceptamos que la publicidad se metiera a toda hora en nuestra casa".
En tiempos de televisión digital, la antena parabólica parece un invento de la antigüedad. Hoy otras pantallas distintas del televisor se roban nuestra atención y no solo amamos verlas en todos lados, también vivimos obsesionados con aparecer en ellas. Vale la pena recordar cómo eran las cosas antes de que el entretenimiento se nos convirtiera en urgencia, antes de que la ansiedad por verlo todo nos confundiera. Antes, cuando dos canales de T.V. eran suficientes y no hacíamos parte de esta conversación global que cada día nos pierde en la infoxicación. Recordar dónde empezó todo, para quizá entender la forma en la que vivimos ahora y no caer tan fácil en las múltiples trampas que nos tiende la modernidad.
martes, 16 de febrero de 2016
Cuando la música era un milagro tangible*
Bolsa de la extinta tienda de música Discos Cartagena |
Del vinilo al casete, al CD, al Mp3, al Streaming; en menos de 30 años, la música pasó de ser un objeto que podíamos ver, oler, cargar, a millones y millones de bites intangibles. Esta es la nostalgia de aquellos tiempos en que la música se podía tocar.
Por: Juan de Dios Sánchez Jurado ||| Seguir a @cbzdegato
Hubo un tiempo en que la música se podía tocar. No me refiero a darle play y que sonara, hablo de tocarla con las manos. La música ocupaba un lugar en el mundo y uno podía sostenerla frente a sí, fuera en vinilo, casete o CD.
Uno la veía, manoseaba, incluso la olía o, si se trataba de una pieza entrañable, la apretaba contra el pecho, cerraba los ojos y respiraba profundo. Hoy la música abandonó la realidad para irse a vivir a la virtualidad del 2.0. Y allí está toda. Para acceder a ella basta conectarse a Internet. Un clic es suficiente para tener a disposición el catálogo casi infinito de toda la música grabada. Es impresionante, sí, y práctico; sin embargo, para mí, un hijo de la década de los ochenta, la música, como objeto, me hace falta.
Recuerdo mi primer disco: Un vinilo del Bad de Michael Jackson que me regaló mi papá en 1988. Era grande aquel disco, no sólo porque era de Michael, sino porque su tamaño superaba el de mi cara; yo rondaba los 4 años y necesitaba las dos manos para sostenerlo. En casa, en el barrio Los Ángeles, no teníamos tocadiscos. Para escucharlo, me iba a casa de mi tía, que vivía a diez minutos a pie. Recuerdo que tenía el equipo de sonido en un multimueble en el que también ubicaba el televisor, los libros de enciclopedia y unas bailarinas de cerámica. En ese entonces, en las casas de Cartagena, los equipos de sonido y los discos ocupaban un lugar privilegiado, imagínense, en el mismo mueble que el televisor, con lo importante que era la tele en aquella época. Ella me ponía el disco y a cambio me pedía que bailara un poco como Michael. A mí me parecía un precio justo, así que verme caminar arrastrando los pies hacia atrás y agarrándome la entrepierna mientras gritaba, ¡au!, se hizo frecuente por aquellas tardes. Antes de meterlo a la urna de cristal del tornamesa, mi tía limpiaba el disco con un cojincillo rojo para que ninguna mota se interpusiera en el camino de la aguja. Yo observaba aquello como un prodigio. Era increíble que al dejar caer la aguja sobre los surcos del acetato, misteriosamente, el espacio se llenara de música.
"Recuerdo mi primer disco: Un vinilo del Bad de Michael Jackson que me regaló mi papá en 1988. Era grande aquel disco, no sólo porque era de Michael, sino porque su tamaño superaba el de mi cara; yo rondaba los 4 años y necesitaba las dos manos para sostenerlo".
Durante mi niñez, a principios de los noventa, sólo había dos formas de tener una canción que te gustara: comprar el disco o grabarla de la radio. Entonces en mi grabadora había siempre un casete dispuesto para capturar tonadas. Debía oprimir el botón rec justo cuando el locutor terminara de anunciar la canción para agarrarla desde el principio. Lo otro era rogar que no informara la hora durante la canción o soltara una publicidad. La idea era obtener la versión más limpia y completa posible, para cuando el casete se llenara, marcarlo con el nombre de las canciones registradas en aquellos sesenta minutos de cinta. Algo de emoción y ansiedad había mientras esperabas que tu canción favorita finalmente sonara en la radio. Lo máximo que podías hacer para no perder la paciencia era llamar a la emisora y pedirles que por favor te complacieran con “All that she wants” de Ace of Base, “Informer” de Snow, o cualquiera de esos temas de “música americana”, que era como se le decía a toda la música en inglés independiente del género.
En 1997, con la llegada de la televisión por cable a mi casa, abandoné las sugerencias radiales para tomar nota de lo que transmitía Mtv. Así fue como me antojé de mis primeros discos compactos. Ahorraba dos semanas el dinero de la merienda para comprarlos. No eran baratos. Los conseguía en el Discos Cartagena del recién inaugurado Paseo de la Castellana. Cuando aprendí a andar en buseta, me iba al mítico Babilla Records, esa tienda de discos de dos pisos que quedaba en el Centro, en la calle Román. Mi primer disco compacto fue el Spice World de las Spice Girls. Un capricho de pop preadolescente que ahora me sonroja. Después de los 14 años, mi colección fue engordando más por el lado del rock. El CD como objeto se convirtió en una de mis posesiones más preciadas. Para cuando cumplí la mayoría de edad, ya acumulaba una buena selección de álbumes que aún conservo y que me acompañarán siempre. Y es que era emocionante. Ibas a la tienda de discos, comprabas el compacto que tanta hambre en el colegio te había costado, lo sacabas del plástico, lo metías en el minicomponente y te encerrabas en el cuarto a tratar de aprender las canciones. Lo mejor era que la portada no sólo servía para identificar el álbum con una foto del artista y el título, también era cancionero. Muchos de esos librillos eran en sí mismos piezas de arte, con fotos e ilustraciones que complementaban perfectamente el arte que emitían los parlantes. Fue así como en una repisa de mi cuarto se quedaron a vivir grandes de la música anglo como Smashing Pumpkins, Marilyn Manson, Alanis Morissette, Korn, y más tarde, también, grandes del rock en español como Aterciopelados, Café Tacuba, Soda Stereo o Fito Páez.
"Durante mi niñez, a principios de los noventa, sólo había dos formas de tener una canción que te gustara: comprar el disco o grabarla de la radio. Debía oprimir el botón rec justo cuando el locutor terminara de anunciar la canción para agarrarla desde el principio. Lo otro era rogar que no informara la hora durante la canción o soltara una publicidad. La idea era obtener la versión más limpia y completa posible".
Con internet se perdió la mística. El vinilo y el casete pasaron a ser piezas de museo. El mp3 le robó cuerpo a la música. Los derechos de autor fueron un chiste. Las compañías de discos quebraron. Pagar por escuchar la música que te gustaba era cosa de tontos. Si querías una canción, la bajabas de Ares, listo. Si aún querías escucharla en el minicomponente, la quemabas en un CD. Todos nos volvimos piratas. Yo prefería esto último a comprar música en la calle. Un CD pirata para mí era un sacrilegio. Qué tal esas portadas fotocopiadas, ese sonido de mala calidad y para rematar no traían cancionero. El computador se volvió el lugar donde vivían las canciones. Escuchar música era eso que hacías mientras hacías otras cosas: tareas, chatear, revisar el mail. Entonces llegó YouTube y la música existió más para los ojos que para los oídos. El video mató a las estrellas de radio y a la radio. Las ventas millonarias de música física fueron historia. La legendaria Virgin Megastore cerró definitivamente sus puertas en 2009. La cadena de discotiendas más grande de Colombia, Entertainment Store, anunció que este año seguirá el ejemplo.
La música ya no pesa en kilos sino en megabytes, por ende, ya no es equipaje. Saber que ha perdido un tanto de su carácter terrenal me hace pensar que es un poquito menos compañía. Eso me duele a mí, que sufro de afanes de permanencia. Molieron la música hasta reducirla a trizas virtuales que vagan de dispositivo en dispositivo como almas sin cuerpo. Pague una cuenta premium en Deezer y verá cómo carga en su celular una Biblioteca de Babel con toda la música del mundo. Y la llevará a todas partes, sí, pero no podrá tocarla, ni relacionarse con ella en un nivel sensorial más allá de los oídos.
Mis manos, mis ojos y mi nariz extrañan la música. Internet me da toda la habida y por haber, pero me arrebató el objeto. Le niega a las próximas generaciones la oportunidad de tener frente a sí las dimensiones de un gran disco, o reunirlos despacio y con algo de sacrificio. La música suena hoy como un rumor triste; triste porque antes fue materia y añora llenarse de polvo y encontrar habitación en los rincones. Es la música, en 2013, ausencia, una campana invisible que dobla por los tiempos en que su temperatura encontró mis manos y mis ojos le sacaron retrato.
miércoles, 27 de enero de 2016
La Plaza de la Trinidad: El Jardín de las Delicias*
Nos fuimos un sábado en la noche hasta
la Plaza de la Trinidad, para averiguar cómo se ha transformado este espacio,
desde que Getsemaní pasara de arrabal a nuevo It place de la movida turística, rumbera y cultural de Cartagena.
TEXTO / JUAN DE DIOS SÁNCHEZ JURADO
Con la transformación de Getsemaní de
arrabal a nuevo It place de la movida
turística, rumbera y cultural de Cartagena, el corazón de este barrio, La Plaza
de la Trinidad, hoy dista mucho de su otrora rutina de vecindario original del
Caribe Colombiano. Me voy un sábado en la noche hasta allí, para averiguar en
qué consiste la nueva dinámica de este espacio.
Doble
vida
Para llegar a la Plaza de la Trinidad
tomo la Calle del Guerrero. Lo que observo a lo largo de esta vía me indica la
doble vida que actualmente ocurre en Getsemaní: Comercial y residencial, lujosa
y deteriorada, foránea y raizal. El número de avisos de restaurantes, hoteles,
hostales y alquileres de habitación, compite con el de los que anuncian la
venta de inmuebles. Las casas desocupadas y algunas de las aún habitadas por
getsemanisenses coquetean con la ruina; las restauradas y adaptadas como
negocio conservan el look vintage que
las hace tan atractivas. El proceso de sustitución social es innegable. Basta
fijarse en Havana Club y su entorno de Jet Set. El cover supera el precio de
cinco cervezas en la tienda de en frente. Sus ventanas tapiadas envían un
mensaje: Lo que sucede adentro es exclusivamente para quienes puedan pagarlo.
Al parecer se quedarán en Getsemaní sólo quienes le den la talla al nuevo
estrato.
Finalizando la Guerrero, me detengo en
una casa que parece un anticuario. A través de sus dos ventanales observo gran
cantidad de adornos que lucen como si acumularan el polvo de varios siglos. Las
paredes están llenas de espejos y relojes de distintas épocas, cada uno
detenido en una hora distinta. A medida que me acerco a la Plaza de la Trinidad
me sobrecoge una idea: Getsemaní no necesita relojes que anuncien sus horas;
sus años de tradición, origen esclavo y generaciones raizales, han transcurrido
en una especie de pasado perpetuo, un pasado que ahora pugna por sobrevivir y
no dejarse desplazar por el presente de candilejas.
El
Jardín de las Delicias
Llegando a la Plaza un golpe de música
salsa cuya fuente no identifico me da la bienvenida. El humo de los chorizos
asándose bajo la luz amarilla de un poste domina el ambiente. El lugar se me
antoja sobrepoblado, invadido. El fondo de la escena es la fachada de la Iglesia
de la Trinidad, con su gran puerta verde cerrada a las 10:00 p.m. Un sinnúmero
de personas de distintas razas, acentos e idiomas, departen, deambulan, juegan,
fuman, o toman licor. En el espacio que aún no ha sido ocupado por carritos de
comida rápida se ubican ventorrillos de mochileros. Todo luce como una especie
de caos premeditado que, por un momento, me recuerda al cuadro El jardín de las
delicias de El Bosco.
Tomo asiento en los últimos
centímetros disponibles en la larga banca de cemento que cierra el círculo de
la plaza. Dentro, un hombre que parece sacado de la audiencia de Woodstock del
69 hace malabares con una rueda sobre la punta del pie. A su alrededor, cinco
niños juegan un fútbol sin arquerías. Junto a ellos, en el suelo, un grupo de
tres parejas de mochileros, cuya ropa luce como si no hubiera conocido agua y
jabón en meses, comparte botellas de cerveza. Supuestamente está prohibido ingerir
licor dentro de la Plaza. Una pareja de mediana edad, vestida de diseñador,
bordea la banca antes de ingresar al bar Demente. De este último escapan beats
de electrónica, que tímidamente compiten con el alto parlante de la salsa cuya
fuente aún no identifico. En la entrada del bar, dos de sus clientes balancean
en una mecedora de madera sus Gintonics de treinta mil pesos. Me pregunto si la
moda y el pueblo en La Trinidad conviven o están a la espera de ver quién
expulsa al otro primero.
"Todo luce como una especie de caos premeditado que recuerda al cuadro El jardín de las delicias de El Bosco".
Creo que si el paso hacia la plaza
estuviera aún vedado por la fama de mala muerte de la que gozaba la Calle de La
Media Luna, en este momento no estarían aquí ni la mitad de las personas que
disponen con propiedad del espacio. Lo que ocurre a esta hora confundiría a
cualquiera que se abstrajera un poco del ambiente festivo. Extranjeros, vecinos
de Getsemaní y cartageneros que no viven en el barrio, coinciden en una cebolla
de gente en la que cada capa corresponde a un origen distinto. Si uno cerrara
los ojos y se dedicara solamente a escuchar, quizá identificaría en la
simultaneidad de acentos e idiomas un papiamento.
Junto a la puerta de Demente hay un
hombre tumbado en el andén. Duerme a pesar del ruido y el vaivén de transeúntes
y vendedores. Una botella de aguardiente reposa vacía entre sus pies. Si fuera
31 de diciembre, por la edad y trajín de su pinta, cualquiera lo confundiría
con un muñeco de año viejo. Uno de los vendedores de comida rápida se fija en
él, se ríe y le dibuja una cruz en el aire. Las vendedoras de frito se dan
cuenta de aquella bendición y se divierten. Anoto esta pincelada de humor sobre
la adversidad ajena, como algo muy costeño, como parte del Getsemaní que aún es
Getsemaní.
United
colors of Benetton
A las 10:40 p.m. el número de personas
en la plaza parece haberse duplicado. Sólo encima del atrio de la iglesia hay
unos cincuenta personajes variopintos. Me atrevo a decir que ninguno supera los
treinta años de edad. Algunos comen comida rápida y de vez en cuando ahuyentan
o lanzan sobras a los cinco perros callejeros que velan sus alimentos. Otros
siguen con las cervezas o bebidas más fuertes. En el centro de la plaza varios
niños juegan a perseguirse y otros dibujan en el suelo con tizas. La estatua de
Pedro Romero, con el puño en el aire y
la boca inmortalizada en el rictus de un grito, seguida por la del monje y el
tamborilero, no parecen estorbarle a nadie.
Un hombre con el centro de la cabeza
rapada, unos zapatos reducidos a suela y cordones, apenas envuelto en un
calzoncillo de trapo, escapa de los ladridos de los perros que descuidan la vigilancia
de las sobras para enredarse entre sus pies. Él intenta espantarlos con su
costal. A los ladridos de los perros se unen las rechiflas de los vendedores de
comida rápida, que gritan burlas acerca de la orientación sexual del tipo,
hasta que desaparece rumbo a la Calle del Carretero. El escándalo ocurre muy
cerca del hombre dormido en el andén. Ha cambiado levemente su posición
recostándose hacia un lado. Celebro que en realidad no estuviera muerto. Una
pareja sale de Demente y se detiene junto a él. Sus zapatos de marca casi lo
tocan. Se fijan en un grafiti. Comentan algo en inglés, pero actúan como si no
se percataran del que yace como un cadáver ante ellos. Lo dicho, en esta Plaza
nadie parece estorbarle a nadie.
“Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle".
En la banca, junto a mí, se ubican
cuatro jóvenes que no superan los catorce años. Sus rasgos y acento me indican
que son cartageneros. Llevan ropa deportiva que parece una talla más grande que
la suya. Los acompaña un hombre en sus treintas, rubio, delgado, que fuma un
cigarrillo. Observando algunas de sus poses, imagino que si Oliviero Toscani
tomara una foto de este grupo, podría usarla como publicidad para Benetton. Me
pregunto qué relación existirá entre estos muchachitos que quizá vivan en
Getsemaní y el otro personaje que les habla muy de cerca en un castellano
enrevesado. Escucho cuando el hombre le pregunta al que parece el menor de los
muchachos: ¿Al fin me vas a hacer el favor? Después saca un billete y se lo
entrega al más alto, que al rato regresa con cervezas para todos. El rubio se
fija en el menor como si lo estudiara. Luego de tomarse las cervezas, tres de
los muchachos se van con rumbo a la Calle de la Sierpe. El rubio y el más joven
abandonan la plaza por la Calle del Guerrero. Intento no pensar mal, pero me
queda la espina.
Es el tipo de cosas que me preocupan
de Getsemaní, un sector tradicionalmente sumido en sus precariedades, de
repente asaltado por una legión de viajeros que muchas veces llegan allí
buscando soluciones a asuntos que en sus países de origen no podrían resolver
legalmente. Gran parte del barrio es un microcosmos de la problemática de
Cartagena, mezcla de escasos recursos e informalidad laboral, por lo que a
veces dudo del beneficio que toda esta atención turística pueda traerle. Me
preocupa que los vecinos no estén preparados para negarse a muchas ofertas.
Cada quince minutos pasa una moto con
dos policías. A juzgar por su velocidad, están buscando algo que se les perdió
pero que no está en la plaza.
Luna
de Getsemaní
A las 11:40 p.m. la luna es una enorme
moneda de plata. Si cortaran la luz de las 8 pantallas amarillas que iluminan
la plaza, aún tendríamos claridad suficiente para vernos las caras. La brisa le
otorga un movimiento pendular a las ramas de las cinco palmeras que nos rodean.
Es una noche fresca, sin embargo, la humedad hace que la frente de los
concurridos brille bajo una delgada capa de sudor. Ya no hay niños jugando en
la plaza. Los puestos de comida rápida siguen despachando como si fueran las
siete de la noche. Cerca a la estatua de Pedro Romero se ha ubicado un
improvisado bar de cocteles. Lo que el turista demanda, lo que el nativo
ofrece. En Getsemaní, a la voz de licor barato, clientela asegurada; la mayoría
de turistas que recibe, por lo general, escatima en todo para alargar sus estadías.
Las canecas con el logo de un caballito de mar que cuelgan de los 4 postes
alrededor de la plaza están al tope de latas de cerveza y desechables. A veces
me pregunto qué es lo que más enamora de Cartagena a los que se quedan, la
belleza de la ciudad o la fácil consecución de alcohol, drogas y sexo a bajo
costo.
La tienda en la esquina de la Calle
Guerrero cierra sus puertas. Un perro da tres vueltas justo en el centro de la
plaza antes de acomodarse para también dar por terminada su faena. Reposa la
cabeza sobre uno de los partidos de triqui que dibujaron los niños. El sueño
del perro me recuerda al del hombre del andén, me fijo en él, sigue exactamente
en la posición de hace una hora. Un barrendero de overol verde manzana se ocupa
de la basura alrededor del durmiente. Supongo que no despertará antes de que el
sol le queme la cara. Me pregunto si algo del ambiente de la plaza se cuela en
su subconsciente y si al gusto a alcohol barato con el que se levantará, se
sumará la sensación de haber hablado en varios idiomas toda la noche.
Saludo
a la bandera
A las 12 m. la banca poco a poco se ha
ido despejando. Sólo quedan los mochileros, que se reparten cuadritos de papel
blanco y se turnan para ir y venir rumbo a la Calle del Pozo. Los acompaña un
grupo de raizales alrededor de un tablero de ajedrez. La vieja cuadrícula da la
impresión de acumular las jugadas de un partido infinito, continuado por
generaciones de getsemanisenses que se han ido relevando. Los jugadores
combinan el movimiento de las fichas con pases al ritmo de la salsa cuyo origen
no pude ubicar en toda la noche. Me pregunto si los días de ese largo partido
de ajedrez estarán contados; la Plaza, con todas las dinámicas que actualmente
alberga, cada día deja menos lugar a las estrategias de reinas y caballos.
Abandono la Trinidad por la misma
calle que me trajo. En la reja de la ventana de una de las casas vacías y en
venta, veo una bandera de Cartagena, rota y desteñida, que el viento mueve con
cierta gracia. Pienso en las personas que vivieron en esa casa y que tal vez
algún 11 de noviembre de hace años colgaron esa bandera allí. Me pregunto si
son de aquellos a quienes la cotización de su barrio de nacimiento los obligó a
largarse. Por donde lo mires, Getsemaní es como esa bandera, tenaz, colorido y
a pesar de las grietas, resistiendo para no desaparecer ante su nueva
naturaleza de lujo, aunque muy pronto la de Cartagena no sea la bandera de la
mayoría de sus habitantes.
*Esta crónica fue publicada originalmente en la Edición N°7 de Cabeza de Gato, Especial Himnos Urbanos.
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